SOBRE LA POLÍTICA Y EL LENGUAJE EN LA OBRA DE JACQUES TATI

El cine del futuro #3

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Si solo el cinco por ciento de la población habla inglés,
para que voy a perder el noventa y cinco por ciento de mis espectadores.

D.W. Griffith

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Estuve a punto de perderme PlayTime (1967) de Jacques Tati.  Tenía muchas ganas de volver  a encontrarme con él, pero la copia que conseguí de la película francesa no tenía la pista de subtítulos en español.

Ya había decidido que la barrera entre el francés y yo iba a ser insalvable, pero decidí asomarme un poco a las escenas del principio en post de fantasear con lo que hubiera sido este reencuentro frustrado.

Me fui quedando frente a la pantalla, me fue envolviendo en la seducción de una cinematografía hipnótica. La transición de espectador a explorador es orgánica –imperceptible-  el extrañamiento del idioma desaparece y emerge de la cinta una forma de diálogo muy cercana a un lenguaje universal.

Tati materializa ese sueño primigenio del cine, que la llegada del sonido parecía haber destruido para siempre: la ilusión de un lenguaje universal, de una comunicación humana más allá de las barreras culturales, del idioma y la geografía.

Nos guía con singular maestría a través de un universo bilingüe (inglés-francés) que termina generando una forma de dialogo terciaria (un nuevo lenguaje), donde la pantomima y los sonidos onomatopéyicos se entremezclan para demostrar que la comunicación es un fenómeno mucho más complejo que el idioma, que estamos atados a unas convenciones que nos distancian por razones ajenas a nuestras capacidades biológicas para comprendernos.

En este sentido Playtime es una película que hace un uso político del sonido. Al comienzo de la cinta un funcionario público se niega a prestar declaraciones en el aeropuerto, nos niega su voz, su palabra. Tati nos advierte en manos de quien está el poder de la comunicación, quien la domina, quien la ejerce y sobre todo quien la niega.

El filme en su deriva posterior, transita orgánicamente del francés al inglés, luego se entremezclan, luego desaparecen, sin que esto afecte la comprensión del hilo narrativo de la trama.

Tati es consiente del lenguaje como instrumento del poder. El idioma no es más que una convención local plantada con la paradójica finalidad de la incomprensión global. Es una medida de seguridad de la política para que no logremos ese tan peligroso entendimiento universal. El conocimiento, más cotizado que el oro.

El director, centralizado en decodificar los mecanismos nada solapados bajo los que opera el capitalismo, nos cuenta la decadencia y caída de un lujoso restaurant muy mal construido. A medida que la edificación se cae a pedazos ante las miradas de preocupación de su arquitecto y sus dueños, los comensales, que irremediablemente pagarán la cuentas, pretenden que a su alrededor no acontece nada.

Como una especie de Cervantes moderno, Tati arremete contra la obsolescencia del mundo en el que habita, operando desde los recursos que este mundo obsoleto le brinda. Sus películas, muchas de ellas abiertas críticas a la desmesura y el absurdo del capitalismo, son a su vez superproducciones donde no se escatima en absurdo y desmesura.

Sus escenarios, que va desde restaurantes de lujo que se caen a pedazos a enormes fábricas de automóviles, terminan siempre por narrar la inoperancia del sistema de ensamblaje sobre el cual está construida la ilusión de la modernidad.

El cine de Tati se inserta como una singularidad dentro del universo sonoro de la cinematografía. Entre sus influencias es paradójicamente reconocible una curiosa cercanía con la peligrosa tradición del “cine mudo”, que hizo las  primeras advertencias sobre el poder hegemónico  del lenguaje y su uso como herramienta de dominación. Las falacias de la incomunicación y la necesidad del lenguaje articulado para comprendernos caen rendidas ante Tati como habían caído antes a los pies de Charles Chaplin y Buster Keaton.

Estuve a punto de perderme Playtime.  Había imaginado que el francés pondría una barrera entre Tati y yo. El cine de Tati está construido para demostrar que la barrera está en uno. Que seremos prisioneros del idioma, hasta que decidamos deshacernos definitivamente de él. Ahí empezaremos a comunicarnos verdaderamente.

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