APUNTES SOBRE VIDEO IMAGEN CLUB

¿Qué pasaba en el videoclub que hoy cierra definitivamente?

Interior del viejo local de Video Imagen Club (VIC) en Benito Blanco

Algunos de los que hacemos esta revista trabajamos en VIC (Video Imagen Club) que hoy cierra sus puertas definitivamente. A partir de las 20hs habrá un brindis de despedida en el lugar (Chucarro 1036, Cinemateca Pocitos). Sí, la colección de películas es probable que quede disponible en algún lado el año que viene, esa es la idea. Pero el destino de las películas (algunas definitivamente inencontrables) no es lo más triste. Lo que se pierde con el cierre del VIC, o mejor dicho, lo que se perdió cuando la gente dejó de ir como lo hacía antes (en los ’80, en los ’90 o a fines de la primera década de este siglo) es algo mucho más difícil de construir que una colección gigante de películas.

 

PRIMERO LAS PELÍCULAS

Yo era socio del video de Cinemateca, que curiosamente estaba donde hoy está el VIC. Se acababa de estrenar Whisky (2004) y empezaron a nombrarse un poco más (ya se habían nombrado con el estreno de 25 Watts, tres años antes) dos directores desconocidos para mí: Jim Jarmusch y Aki Kaurismaki. Alquilé lo que encontré en Cinemateca: algunas de Jarmusch, una comedia de Mika Kaurismaki, el hermano de Aki, que se llama Todo en Una Noche (1987), pero sólo tenían El Hombre sin Pasado (2002) de Aki, que estaba en DVD… y yo no tenía DVD. Me sugirieron probar suerte en el VIC.

Fui. Me atendió Gabriel, el actual dueño del video, y me dijo que podía sacar como NO SOCIO. Era algo muy extraño eso de sacar como «no socio» para un videoclub: te daban la película sin factura de UTE, ANTEL, etcétera, el famoso «certificado de domicilio» que siempre era una tranza para un pibe sin facturas a su nombre. Y sin asociarte. Te daban la película. Cualquiera podía entrar, dar su nombre, un teléfono, una dirección y llevarse una película.

– ¿Qué tienen de Aki Kaurismaki en VHS?

– Hamlet en el negocio.

Esto era antes del éxito rotundo del DVD. Año 2004. VIC tenía decenas de miles de VHSs y docientos DVDs, más o menos. Me llevé la película que me resultó la cosa más extraña y disparatada que vi en mi vida, con el agregado de que el VHS era traído andá a saber de dónde por andá a saber quién (una copia pirata y traída de bagallo, seguramente) por lo que la edición era pésima y la calidad de la imagen y sonido nefasta. Fui a devolverla, un poco contrariado porque no me gustaba cuando «no entendía» las películas. El VIC estaba lleno porque era fin de semana y había que esperar para que te atiendan. Nunca había visto semejante frenesí por las películas, todo eso era nuevo para mí. Pensaba dejar la película y escabullirme de vuelta al siempre-vacío-y-con-olor-a-moho video de Cinemateca, donde me sentía seguro, pero a pesar de la marabunta de gente Christian Font, que me atendió, me preguntó que me pareció y yo dije «Más o menos». Me empezó a hablar de cine con su característica vehemencia (hoy más conocida que entonces) y me dijo que tenía que ver tal y cual cosa. De algún modo logró poner en mis manos dos películas que no recuerdo cuáles eran y recién entonces le dije: «pero no tengo plata».

– No importa.

Me dijo que me convenía hacerme socio y me abrió una cuponera de 5 películas. Me sentí un poco abrumado. Me llevé las películas, que no recuerdo cuáles eran. Cuando las fui a devolver era un día de semana temprano y no había nadie más que Miguel Blanco en el mostrador. Dejé las películas, dije mi número de socio y me puse a revisar las estanterías. Hice un comentario y Miguel contradijo alguna de las cosas que me había dicho Christian. Fue una revelación. Para un socio de Cinemateca, templo del canon, donde cada caja venía con las famosas estrellitas y la breve reseña probablemente escrita por Guillermo Zapiola, esa disidencia desde un mismo mostrador, entre los que supuestamente «sabían», fue liberadora. Sí, quizá a partir de ahí empecé a decir cualquier disparate con total libertad, pero me saqué de arriba el canon. ¿Cómo les puedo explicar cuánto mal me hacía ver 2001 Odisea del Espacio (1969) con sus cinco estrellitas en la caja y no haberla pasado bien? ¿Sería que en realidad no me gusta el cine?

Miguel se convirtió en mi recomendador de preferencia. Era mucho más calmo y trataba de entender mejor mi situación. Le dije que me gustaba Eric Rohmer y me introdujo a Howard Hawks y John Carpenter. Me presentó a Leopoldo Torre Nilson y al Leonardo Favio, el director. No eran recomendaciones fortuitas, sino recomendaciones que surgían ahí, en el diálogo, desde mis intereses. Pronto mi tarjetita de socio se llenó de numeritos y tachones y fechas y cuponeras. Y yo trascendí la nouvelle vague, Bergman y Kubrick.

¿Empiezan a ver lo particular que era esto? Un local de películas abarrotado de gente, préstamos a no-socios, cuponeras que quedabas debiendo, atrasos que te los cobraban con cálculos extrañísimos (siempre a favor de uno) y conversaciones realmente interminables (aún hoy sigo discutiendo de cine con Miguel). Haberme asociado a VIC, cambió mi relación con el cine, sin duda… No sabía que iba a cambiar mi vida definitivamente.

 

RONNIE, AL FIN

Yo no sabía quién era el dueño del video. De hecho pensaba que era Carlos Gijón, el veterano que veía más seguido, con cara de malo y que una vez amenazó con pegarme una piña si decía que no me gustaba Ladrones de Bicicletas (1948). Fue un viernes de tarde cuando me di cuenta quién era el dueño. Yo llegué con el bolso abarrotado de películas alquiladas en la biblioteca de la facultad, a sacar más películas en el VIC y este señor que no había visto hasta ahora me preguntó «¿Y qué tenés ahí?». Tenía Gritos y Susurros (1972) y me dijo que, a diferencia de la «porquería» que estaba alquilando, esa era muy buena. Hablé un rato con él y me resultó simpático. Era evidentemente el dueño por la forma en la que hablaba por teléfono, interrumpiéndose incluso a sí mismo.

Al poco tiempo me volvió a atender él (año 2006), devolviendo Los Siete Samurai (1954), y me preguntó que me pareció. Yo tenía la mala costumbre de hablar de las películas como si no se hubiese hablado de ellas nunca antes y le dije «es muy buena».

– Gran descubrimiento -me dijo, y se rió con esa risa chiquita que tenía, complacido con su chiste.

Christian Font había dejado de trabajar y ahora en un costado había un afiche de una obra teatral unipersonal que estaba haciendo. Se empezaba a convertir en el tipo famoso que es hoy. El video necesitaba un remplazo y, al parecer, nada mejor que un gurí cinéfilo, más o menos extrovertido para cubrir ese puesto. Creo que dos semanas después de haberlo conocido, Ronnie me ofreció trabajo. Me explicó en qué consistía atender al público, cosa que yo sinteticé internamente como «hay que ser buena onda». Esas enseñanzas, con 19 años, me marcaron a fuego.

Cuando llegó el primer día de trabajo quedé espantado. Ronnie reservaba para su empleados toda la antipatía que no destilaba con sus clientes. Era una relación neurótica, casi de acoso por momentos, que lograba muchas veces sacar lo mejor de uno. A veces funcionaba, otras no. Miguel vio mi cara de horror ante los exabruptos de Ronnie y me dijo: «no le des bola, sube, escribe una crítica y se le pasa». Era verdad. Ronnie podía cagarte a puteadas y amenazarte con echarte, subir las escaleras y bajar cinco minutos después sonriendo, tarareando una canción y conversándote de La Pantera Rosa (1963).

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RECOMENDACIONES

De las primeras cosas que me enseñó Ronnie fue la frase de «el cartel». A todos sus empleados Ronnie les decía que en la entrada de Hollywood había un cartel que decía «en este lugar nadie perdió dinero por atender el gusto de su público»… o algo así. Sonaba mejor en realidad, pero el concepto era ese. Cuando estabas recomendándole una película a alguien y Ronnie consideraba que la estabas pifiando (quizá ofreciendo algo demasiado «cinéfilo» a un espectador menos exigente) se te acercaba y por lo bajo te decía:

– Acordate del cartel.

Lo que provocaba eso, al menos en mí, fue un esfuerzo por perfeccionar el arte de la recomendación. Sí, era un arte. Detrás de la conversación casual había un procedimiento que, con sus variantes, podría reproducirse así:

 

– ¿Qué tenés ganas de ver?

– Algo bueno…

– ¿Qué viste últimamente que te haya gustado?

– (silencio) Ay, no sé, no me acuerdo.

– ¿Una comedia? ¿Un drama?

– No, drama no, para dramas está la vida.

– ¿Viste Los Rompebodas?

– Mmmm… no sé, ¿que es eso?

– (Mostrándole el disco) Una comedia con Owen Wilson y Vince Vaughn sobre dos tipos que se dedican a colarse a casamientos…

– Ay, no, por favor, esas porquerías de Hollywood, no. ¿No está Carlos o Gabriel?

– No, estoy yo. (Acercándole la carátula) ¿Viste Elling?

– ¡Ay, sí, qué película preciosa! ¡Qué actuaciones!

– Bien. ¿Viste Muerte en un Funeral?

– Ay, no, a ver, ¿qué es eso?

– Una comedia inglesa, muy irreverente, sobre una familia que se junta para el entierro del padre donde van a saltar mil y un líos descacharrantes.

– Bueno, dale, la llevo.

Detrás del mostrador del viejo local.

Y así. Muchas veces esa dinámica podía sostenerse hasta por media hora o más.

Muchas agencias de publicidad tenían sendas cuponeras en el VIC. Cuponeras de 100 películas por 72hs (era la más grande que se ofrecía). Venía un bajo escalafón de la agencia y te pedía varios títulos, en el mejor de los casos. En el peor te decían: «estamos buscando películas donde haya familias viajando en auto». Era una forma extraña de mirar las películas, pensaba yo, ignorante total de lo que hacían las agencias: esto es, mostrar referencias al cliente de lo que van a filmar o, en el peor de los casos, copiar sin tapujos. Entonces uno empezaba: Little Miss Sunshine, Familia Rodante, Vacaciones en Familia (siempre había una «vacaciones en familia»), etcétera… La tarea hoy sería mucho más sencilla, con las búsquedas cada vez más depuradas de internet, pero en aquel momento la capacidad de recordar y asociar que uno desarrollaba con la práctica era un valor agregado enorme. ¡Si hubiese sabido lo que le pagaban en las agencias a los que buscaban referencias me cambiaba de rubro! (mentira).

Otros casos, por suerte, eran mucho más interesantes. En el VIC tuve el honor de alquilarle películas a tipos como Walter Achugar, que te devolvía Misión Imposible 3 (estamos hablando del productor de El Romance del Aniceto y la Francisca) y te decía, con su voz cascada, «es muy buena». O a Inés Bortagaray, que a veces era evidente que quería irse pero Ronnie le seguía sacando charla. O a Luis Almagro, sobrio, mucho menos dicharachero que ahora, pero con reflexiones interesantes. O a Diego «Parker» Fernández, que siempre se colgaba a charlar un rato. O a Juan Pablo Rebella, que tuvo la habilidad de referir todos los logros que le nombré de Whisky al mérito de su colega Pablo Stoll… De hecho, la tarde antes de su muerte le alquilé tres películas: Los Puentes de Madison era una, seguro. Y otra de Hawks (¿Sólo los Ángeles Tienen Alas (1939)?), que yo mismo le recomendé (creo que no había visto nada) y él aceptó de buena gana. Su muerte me entristeció de forma tremenda y Ronnie me consoló diciéndome que yo no era quién debía sufrir esa muerte. Aunque suene raro, funcionó como consuelo.

 

SE ACOBÓ LO QUE SE DABA

Podría seguir recordando detalles, anécdotas, por mucho rato. Pero no quiero aburrir. Ya está.

Esto que se está terminando hoy, se terminó hace años. Con la muerte de Ronnie, en el 2013. Pero no está del todo muerto en la medida que recordemos qué era lo que pasaba ahí y sepamos que no está pasando en ningún lado… Y no perdamos la esperanza de verlo pasar otra vez, sea con películas de alquiler de por medio, en salas o con lo que sea. Incluso si ocurriera en un espacio virtual, no me molestaría.

Porque lo que se pierde, lo que se termina de perder hoy, es el espacio de encuentro, esa forma coloquial de acercarse al Cine. Sí, con mayúscula. Porque de algún modo Ronnie había logrado generar en VIC el aura más excelso del cine en la atmósfera almacenera de un videoclub de barrio. Hordas de gente tratando de sacar películas.

Si ocurrió una vez, puede ocurrir dos veces. Que así sea.

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