EL CAMPEÓN DEL MUNDO (2019)

Hay muchas cosas celebrables en El Campeón del Mundo (2019), tercera película (segunda de largometraje) de los directores Federico Borgia y Guillermo Madeiro. Primero que nada, porque representa un derrocamiento definitivo de aquella idea obsoleta de que el cine uruguayo está hecho de primeras películas (más aún tratándose de realizadores jóvenes, como estos, que no pasan los 40 años). Segundo, porque demuestra la versatilidad y la inteligencia de ellos para desmarcarse de sí mismos, buscando nuevos caminos para la creación. Y tercero porque, al hacerlo, no hacen más que afirmar su propia mirada y sus preocupaciones, que se esculpe con más detalle con este devenir autoral.

Vayamos por partes. El Campeón del Mundo (2019) es el retrato de Antonio Osta, fisicoculturista, campeón mundial, oriundo de Cardona y fallecido hace dos años durante la etapa de rodaje como consecuencia de una insuficiencia renal. Es el retrato íntimo de él y del vínculo con su hijo, Juanjo, con quien vivía. Se está nombrando mucho a Clever (2015) a partir de este estreno, película anterior de ficción hecha por estos realizadores, y es lógico: Antonio Osta fue uno de los protagonistas de esa cinta, donde interpretó a Sebastián, un «forzudo» sensible que vive con su madre y que termina de interpelar al protagonista, Clever (Hugo Piccinini). No se está hablando tanto de Nunchaku (2011), su opera prima de mediometraje que, junto a las otras dos, configura una suerte de tríptico sobre la masculinidad, abordado desde el drama, la comedia y la tragedia, respectivamente. En este sentido, cabe hacer eco de aquella idea «nouvelle vaguera» de la política de los autores, desde la cual una mala película autoral siempre iba a ser más interesante que una buena película de un director mediocre. Con El Campeón del Mundo, Borgia y Madeiro parecerían alcanzar la madurez propia de quien cierra una etapa iniciática.

Tuve mis problemas con Clever: le reproché que no fuera hasta el hueso en los temas que abordaba, que huyera de ellos en el último acto, como lo hacía el personaje. En Nunchaku pasaba algo similar, aunque más a tono con la lógica interna de la película, el tercer acto parecería albergar una resistencia a meter el ojo de lleno en el nudo tormentoso que habían armado. Acá Borgia y Madeiro se animaron a hacer una película desde una lógica distinta (la lógica del documental) y la vida, en ese juego místico que a veces se establece con quienes la filman, vino a imponer el giro final, determinando buena parte del tono y el recorrido que la película debía hacer. Más que afirmar su imaginario, Borgia y Madeiro tuvieron que escuchar lo que la vida les había estampado en su película para poder retratarlo, ahora sí, desde su mirada. Y lo hicieron. Si en Clever era reprochable la altanería (a veces propia de la comedia, pero en ese caso exagerada) con la que miraban y retrataban a sus personajes, en El Campeón del Mundo hay un «de igual a igual» tierno, entrañable, o incluso un encumbramiento de los creadores a sus retratados, con una cámara que se coloca siempre a la misma altura o más abajo que ellos -en Clever la cámara retrataba muchas veces desde arriba. Aquella mirada altanera baja a tierra para, en todo caso, idealizar desde ahí. Quizá hacer una película tiene que ser, como en este caso, una forma de aprender algo, más que una forma de afirmar algo.

El esfuerzo por retratar lo que queda después de la gloria, como sugiere la frase promocional, pierde fuerza ante lo que se dibuja por lo bajo. Ahí otro acierto, porque era muy fácil colgarse con el cierto «patetismo» que hay en Osta y su ancla recurrente con el éxito del pasado. Mucho más difícil era atender lo que se desprende de la búsqueda un poco desquiciada que representa el fisicoculturismo y la persecución de un cuerpo imposible. Los planos tomados con gran angular de Osta haciendo fierros duelen porque exageran a un cuerpo que literalmente se revienta persiguiendo ese ideal corporal esculpido en mármol. Igual los planos detalles de los cuerpos en la competencia a la que Osta asiste como espectador: son cuerpos despersonalizados, exagerados, que puestos en el contexto del relato esconden el sentido trágico detrás de la alteración en base a suplementos y fármacos. Un cierto tipo de ideal masculino, que «masculiniza» incluso a las mujeres, se traza no sólo como «idea fuerza» o tema, sino como una especie de objetivo malogrado, que encuentra su fuga o resistencia en Juanjo, el hijo, que enfrenta y problematiza muchos de esos ideales arraigados en el padre. El retrato de este vínculo dibuja el doloroso apego/desapego que implica ser hijo y ser parecido, pero también diferente.

Osta habla de la satisfacción que debe alcanzar un hombre («como después de comer mucho asado») y que está relacionada con convertirse en un estandarte. Es trágico cómo, persiguiendo ese ideal, sacrificó su propia vida. Es admirable cómo, al retratarlo, los creadores logran mantener el compromiso ético/estético que implica (o debería implicar) todo acercamiento con el cine de no-ficción.

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