EL VICEPRESIDENTE (2018)

Dick Cheney primero llegó a la Casa Blanca a finales de los sesentas luego de trabajar como interno para el Congresista William A. Steiger durante el gobierno de Richard Nixon. Alcohólico, irascible y mal estudiante, tuvo que enderezarse por presión de su esposa, desesperada ante la idea de encontrarse casada con un bueno-para-nada que había sido multado por conducir ebrio, retirado de varias peleas, expulsado de la Universidad de Yale y que se encontraba estancado en un trabajo estatal instalando líneas de alta tensión. Cuando Cheney se establece en Washington y pasa a ser asistente de Donald Rumsfeld, su carrera como político (miembro de la Cámara de Representantes, Secretario de Defensa) y futuro empresario comienza el tipo de ascenso que lo pondría en una posición de grandísimo poder. La semilla de todo lo que ha pasado en los últimos veinticinco años –la Guerra del Golfo, Bush, la Guerra de Irak, la desestabilización de Medio Oriente, ISIS, Donald Trump– de alguna manera ya estaba en los corredores de aquella Casa Blanca de 1969 si se considera que en esos corredores coincidieron Cheney, Rumsfeld, Nixon, Kissinger (considerados por muchos como criminales de guerra), y Roger Stone, uno de los arquitectos de la retórica de Reagan y Trump que también heredó Jair Bolsonaro.

Adam McKay, responsable de El reportero: La leyenda de Ron Burgundy (2004), Hermanastros (2008), Policías de repuesto (2010) utiliza la sensibilidad cultivada en la comedia para contar una historia llena de juegos de poder y horrores de guerra, empleando los paréntesis meta-ficcionales y de estilo documental que estrenó con La gran apuesta (2015) junto a un interés mayor por asuntos sociales. Este es el fuerte indiscutible de la película, en el que las vidas de Dick Cheney (Christian Bale), su esposa Lynne (Amy Adams), Donald Rumsfeld (Steve Carrell), George W. Bush (Sam Rockwell) y Colin Powell (Tyler Perry), entre otros, se entrecruzan en una matriz satírica y multigénero de falsos finales, flashbacks y flashforwards, coloquios Shakespeareanos y episodios metafóricos-fantásticos, material de archivo y recreación histórica, narración cinematográfica y didáctica, rupturas de la cuarta pared y cameos casi indetectables (como la presentadora de noticias interpretada por Naomi Watts que comenta eventos inmediatos no desde un cierto canal para cierto público sino para el espectador mismo de la película). Concuerdo con las observaciones del compañero Juan Andrés Belo, si bien creo el adjetivo «desprolijo» surge más bien por el tiempo que lleva acostumbrarse a la dinámica formal de la película, que parte del drama para luego introducir la narración que acompañará el relato, al tiempo que encarna con más ímpetu el arsenal cómico que tiene a disposición. Es esa forma cambiante lo que le da una libertad y ritmo exhilarantes.

Es sin duda admirable cuando una película humaniza a su sujeto sin «ablandar su ataque». El hecho es que la circunstancia hace al hombre, y Dick Cheney es tanto un hombre de familia que protege a los suyos -hasta defiende la salida del clóset de su hija Mary (Allison Pill)- como alguien que gradualmente busca la forma de reinterpretar la ley y aceptar el pedido de Bush hijo para ser vicepresidente. Siendo ya CEO de la petrolera Halliburton, aceptó bajo la consigna de que él y su equipo tengan poder de decisión en todo y reciban los reportes de inteligencia antes que el propio presidente. George W. Bush no fue solo, como se comentó hasta en aquel momento, una marioneta manejada por intereses mayores durante la brutal incursión estadounidense por Oriente Medio, sino que fue tan solo una entre tantas marionetas que el vice de bajo perfil movió a gusto. El Vicepresidente constituye un buen estudio de la trágica e indisoluble relación entre negocios y política, la manipulación de la información y el uso mediático del lenguaje con fines propagandísticos -como cuando cambian la expresión «calentamiento global» por «cambio climático», paquete parodiado en la fantástica escena del restorán con Alfred Molina-. Son los gestos aparentemente inofensivos de una maquinaria de poder cínica y avara en la que Dick Cheney se puede parar como una de las principales figuras del panteón contemporáneo, pero de la que no se salva ningún país ni sociedad, teniendo en cuenta las diferencias de escala, capital e influencia.

Orson Welles definió a La cruz de hierro (1977) de Sam Peckinpah como la mejor película antiguerra de todos los tiempos, juicio que es difícil de refutar cuando no hay segmentos donde decaiga la convicción explosiva que la conduce desde el primer segundo hasta el último fotograma. El absurdo de las masacres llevadas a cabo en nombre de ideas promovidas por aristócratas -las que en el frente ruso de 1943 eran doblemente difíciles de asociar a cualquier tipo de heroismo- dejan de ser cine cuando llegan los créditos finales, intercalados por diapositivas fotográficas de varios conflictos bélicos o ejecuciones -como la matanza de My Lai llevada a cabo por Estados Unidos en Vietnam- mientras sigue corriendo de fondo la risa hilarante de James Coburn.

El Vicepresidente de McKay merece una mención especial por las agallas con las que explora el tema que lo ocupa, particularmente en el momento político que su país está viviendo. Por supuesto, California es el estado anti-Trump por excelencia, pero se salva de vanagloriar a Obama y se anima a mostar a cualquier otro demócrata siguiendo las balas que se gatillaban desde Washington. Da un particular escalofrío pensar que mientras Cheney almorzaba y sus hijas se divertían contándole detalles acerca del show American Idol morían civiles pobres de un tercer mundo mucho más tercero que el nuestro, acciones que fueron claves para el surgimiento del Estado Islámico y, por supuesto, para una enorme explosión de la riqueza de su empresa. No fue el primero, ni será el último.

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