VIDA A BORDO (2019)

Una estela blanca y roja fluye agitadamente, en cámara lenta, ante la negrura que ocupa la mayor parte del encuadre. Parece una pintura en movimiento, un efecto especial práctico de humo líquido, el volcar de un refresco, un derramamiento de sangre. La brillante línea blanca que separa el abismo negro de la locura carmesí bien podría ser el fino destello de luz, de orden, de consciencia que vibra entre los extremos del caos, posible apreciación dentro de lo que sugiere la gutural música de fondo. Sin embargo, el trance ante el fenómeno abstracto se rompe y de golpe volvemos a la realidad concreta; como si la cámara tambaleara, se revela de pronto la estructura blanca responsable de ese evento estético en el agua… y el tiempo vuelve a la normalidad: estamos en un barco y esto es un documental, información que no contradice lo anterior sino que lo complementa. Vida a bordo (2019) de Emiliano Mazza De Luca –su segundo trabajo como director luego del documental Nueva Venecia (2016)– oscila entre la observación de lo peculiar en el espacio que ocupa y la calidad enigmática, sugestiva o metafórica de imágenes asociadas.

El espacio mencionado es el Explorador, un buque de carga que transporta contenedores a lo largo del Río Paraná y Paraguay, y los sujetos explorados son tanto la tripulación que lo habita, cada rincón y objeto que de la nave, como los paisajes que se ven a la distancia desde la cubierta o los escenarios que esperan en los destinos. Vida a bordo recuerda a Koyaanisqatsi (1982), Baraka (1992) y otros documentales sin un hilo narrativo concreto y con una propuesta meditativa que permea el punto de vista. El montaje suspende ocasionalmente el mostrar de lo cotidiano para dar lugar, como se ha dicho, a los episodios poéticos de invención formal o que ahondan y resaltan ciertos aspectos de la rutina. Cada momento y lugar, sea compartir un rato de cabina con el capitán, ver cómo los navegantes cumplen tareas de mantenimiento o hacen ejercicio, tiene su universo sonoro particular, su atmósfera, su cadencia; lo extraño, cautivante o reflexivo que puede tener una secuencia a veces solo precisa un cambio de banda sonora, ya que las imágenes de por sí tienen ese potencial, como cuando la tripulación queda empequeñecida y la audiencia casi alienada, entre grúas y contenedores. No hay entrevistas o testimonios (aunque sí la lectura de un poema por parte de un tripulante). Lo que dicta el ritmo y la organización de secuencias en la película es la intención de hacer la crónica del viaje a través del río, de puerto a ciudad y a partir de este, la exploración de una geografía espiritual.

 

 

Como el videojuego Abzû (2016) o algunas instalaciones de realidad virtual que se han puesto en festivales, la prioridad es lo vivencial y su desenvolvimiento va de la mano con el desplazarse por varios estados de ánimos o lugares sugeridos del inconsciente. El río no es solo símbolo de lo pasajero y el paso del tiempo, de lo que se renueva constantemente, sino que en él se ven barcos abandonados, ruinas industriales o personajes solitarios, como fantasmas que quedaron en el camino; más que un mero significante, el río es un lugar generador de ellos. El pasar de los días está editado de tal manera que los tripulantes y el público atraviesan un gran día nublado, un gran día de sol, un gran momento de ocaso y una gran noche. El mismo barco que nos alberga por momentos es refugio, mirador, edificio andante con historias, ser viviente que respira, máquina que necesita reparación, lugar vacío y tenebroso. La película apunta su catalejo a la cartografía del yo, no solo en servicio del espectador sino también para dejar entrever indicios de las vidas personales de los navegantes, algunos de los cuales siguen una tradición familiar o deben sacrificar parte de su vida hogareña por necesidad.

 

 

A diferencia de los títulos mencionadas, sin embargo, Vida a bordo se ciñe al perímetro del barco y su búsqueda de impacto es modesta. La sensación de pasajero no solo emerge del contenido y la intención, sino en lo reservado que es en sus tiempos y su técnica. No hay tomas de drone o una insistencia en lo épico; el filme, de 70 minutos, es una bitácora del viaje desde el punto de vista de un observador con imaginación poética. Como insinúa la escena inicial anteriormente descrita, es posible decir que Mazza quisiera recordarnos aquí y allá que, a la par con él y su equipo, estamos de acompañantes: son varias las instancias que generan un quiebre con la ilusión cinematográfica. Si en la pieza artística-documental conviven cierta representación de lo real con proyecciones de lo abstracto, eso significa que los tripulantes pueden mirar directo a la cámara, al espectador, cuando este se estaba perdiendo en lo sensorial y evocador de una secuencia. Surge la pregunta de qué hubiera perdido o ganado la producción al contar con más recursos o de haber reforzado la invisibilidad de su presencia. No es que haya una carencia; las tomas nocturnas en general, ni que hablar el montaje de la tripulación haciendo mantenimiento en un ecosistema que remite a una nave espacial, son espectaculares. Por otro lado, en la escena en que se ve un incencio a la distancia, parte climática de la etapa oscura del viaje, la ilusión se rompe tal vez demasiado mientras el camarógrafo parece luchar un poco con la cámara para capturar el evento (tal vez estoy equivocado y fue hecho así a propósito). Resta un tanto de inmersión aunque, es verdad, nos involucra de otra manera.

De todas formas, son reparos menores. Cuando el barco llega a la ciudad, su contemplativa entrada al puerto tiene tanto de ominoso como de místico: después de haber navegado por un río con despojos materiales y sociales, después de haber compartido intimidades y labores con quienes participan en el transporte de bienes de consumo, es inevitable ver a los edificios y las ruinas portuarias –paisaje similar al de Montevideo– con una perspectiva general de lo transitorio. Lo que hay allí, después de todo, no es un ámbito humano de evolución orgánica y en harmonía con la naturaleza sino vestigios de una civilización superpuesta a diferentes etapas de sí misma donde coexisten lo nuevo y lo descartado. Se complementa muy bien con otra película regional que tiene un río como gran elemento de vivencia y refleixión para los personajes, El limonero real (2016) de Gustavo Fontán basada en la novela de Juan José Saer. Tales imágenes no precisan comentario y no hay mucho más que decir acerca de Vida a bordo. Un largo y detallado texto contradiría su consigna.

 

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