23° FESTIVAL INTERNACIONAL DE PUNTA DEL ESTE

Autobiografías, dictaduras, playas.

La Fiebre (Maya Da-Rin, 2019)

Del 15 al 21 de febrero se celebró el 23° Festival Internacional de Cine de Punta del Este. Nunca había tenido la oportunidad de asistir, y esta vez me tocó formar parte del Jurado de Asociación de Críticos del Uruguay (ACCU) junto a los colegas Guilherme de Alencar Pintos y Sergio Moreira. La curaduría, a cargo de Daniela Cardarello, fue consistentemente pareja: la calidad dentro de la Competencia Iberoamericana, salvo un par de excepciones puntuales, era de buena para arriba, incluyendo dos obras gigantes. Una de ellas, La Fiebre, de Maya de Rin, se terminó llevando tanto los Premios Mauricio Littman a mejor película y mejor directora, así como el premio de la ACCU. Hay que decir, además, que La Fiebre ya ganó en Locarno y Mar del Plata y probablemente lo haga en cualquier lugar donde se presente. Rigurosa en su minimalismo que la protege de cualquier exotismo fácil o mirada paternalista y condescendiente a sus personajes, La Fiebre narra el progreso de extinción de la población indígena en Brasil a través de la integración de los mismos al sistema capitalista, arrasando toda su herencia cultural, que se mantiene presente como figura salvaje agazapada en las sombras. El protagonista, Justino (interpretado por el deslumbrante Regis Myrupu) es un guardia de seguridad portuario que vive con su hija, la cual está a punto de mudarse a Brasilia para trabajar como enfermera. Justino intenta batallar la fiebre del título, que cada noche parece aumentar, haciéndolo sentir más débil. De forma sutil, su directora marca los diferentes grados de un proceso de aculturamiento, quedando Justino en el medio entre su hermano que todavía sigue firme en sus tradiciones, y su hija, ya corrida al costado. Un clima inestable, en el cual el naturalismo de sus locaciones y actuaciones es atravesado por la posibilidad de lo fantástico y onírico, así como su falta absoluta de sentimentalismo (a lo cual la ayuda la ausencia de banda sonora, salvo una canción hermosísima en los créditos finales), son otros de los logros de un film imprescindible.

La otra gran obra, para mí (y creo que solo para mí) fue El Príncipe, de Sebastián Muñoz. Es la segunda vez que la veo tras su exhibición en el Llámale H del año pasado, y repetirla ayuda a salir del shock que causa su primera impresión y entender mucho más las intenciones de Muñoz. Basada en una novela semi porno, escrita por el desconocido Mario Cruz a principios de los 70s, y que el director encontró tirada en un puesto de feria, El Príncipe es varias cosas a la vez, por ejemplo, la película más Genetiana (de Jean Genet) que no esté basada directamente en la obra del autor desde que John Waters estampó en 16mm la idea de lo criminal y abyecto como bello. Estilizadísima en su glamour patibulario, El Príncipe comienza con el plano de un muchacho recientemente muerto, con un tajo en la garganta como si fuera un collar, donde la sangre fluye como una joya negra líquida. Esa misma incorrección absoluta, esa búsqueda de lo hermoso en lo turbio, y visceversa, la recorre de principio a fín en lo que es, principalmente, la historia del ascenso social del protagonista en la cárcel. Para ello, Muñoz no duda en la frontalidad absoluta de elenco masculino, a los cuales expone de maneras no vistas antes en el cine iberoaméricano. El desfile de cuerpos masculinos desnudos, de escenas de sexo, de penes erectos, causó, en el mejor de los casos el desconcierto, y en el peor la furia del público varón heterosexual, críticos incluídos (que estaban mucho más dispuestos a la escena de sexo protagonizada por la menor, énfasis en LA, de La Inocencia, pero más de eso en breve), volviéndose al menos efectiva como herramienta para desenmascarar machirulajes e hipocresías varias. Y no solo en ese sentido es que El príncipe se reafirma como una obra explícitamente política. Dos discursos de Salvador Allende (detalle ausente del texto original) la enmarcan histórica y temáticamente. Cuando nuestro protagonista finalmente haya definido su sexualidad y llegado a lo alto del sistema de castas instaurado en la prisión, lo encontraremos sólo, en su celda, escuchando por la radio al presidente Allende alertando a la población que vendrán “tiempos difíciles”. Esto, en un momento donde ahora mismo en Uruguay tenemos a Guido Manini Ríos culpando a la comunidad LGBTQ+ de todos los males habidos y por haber, la vuelve urgente y necesaria. Por suerte, además, también es un film hermoso y salvaje.

El príncipe (Sebastián Muñoz, 2019)

La Inocencia, de Lucía Alimany, despertó un entusiasmo general que me costó entender. Básicamente, dos sensaciones se alternaron mientras la veía: el hecho que ya había visto esta película hecha antes y mejor, y el hecho que me importa muy poco que les pasa a los eurotrash adolescentes españoles. En cierto punto puedo conectar ambas ideas: el film de Alimany tiene el nervio casi documental de las comedias dramáticas adolescentes de Lukas Moodyson (como Fucking Amal y We are the best!) solo que la mirada de Moodyson en ambas acompaña y entiende a las outsiders totales, chicas que prefieren ostratizarse de partida, mientras que la protagonista de La Inocencia (Carmen Arrufat, una no-actriz que ganó, en un gran acierto del jurado, el premio a mejor actriz) es empujada a los márgenes a medida que suceden los acontecimientos dramáticos (un novio tóxico, una pelea con una amiga homófoba, un embarazo no deseado), sin que en ningún momento deje de ser una adolescente un poquito tarada que baila marcha, la re calienta alto tincho, y quiere hacer circo (esto es realmente para mí lo más imperdonable). Es decir, no aprende nada y me cae mal de partida. Y lo lamento, pero buena parte del encanto de las comedias-dramáticas-adolescentes-oh-mi-dios-nunca-fuí-la-misma-después-de-ese-verano, se basa un montón en la identificación y cariño que generen sus protagonistas.  Siendo honesto, prefiero estar lado a lado con la chica lesbiana fan de Morrissey o las niñas que arman una banda punk. Mi fastidio con la protagonista era tal que me era muy fácil confundirla con la hermana boba de A ma soeur!, y por lo tanto me daban muchas ganas que terminara igual que ella, en esa negrura misántropa y pletórica de humor satánico que es el film de Catherine Breillat. De hecho, la ambientación veraniega, y el tono de ajustes de cuenta autobiográfico de Alimany me llevaba muy fácilmente a esa comparación y solo me daban ganas de huir de sala y ver cosas que ya había visto pero que me gustan mucho. Podía, de cualquier manera, entender el acierto de la descripción del ambiente asfixiante pueblerino, de la frescura de sus actrices, de los apuntes humorísticos. También podía ver que a la mayor parte de los críticos varones les parecía que la chica era muy bella y simpática y que lindo verle las tetas (a una menor de edad). Con el paso de los días mi irritación con La inocencia mello, y todas sus virtudes se pusieron por delante de lo que tanto me había molestado. Y, de todas las películas que ví en esos días, es la que más necesita una revisión de mi parte. Preguntenmen en unos meses. 

Tres de las películas en competencia hurgaron en los traumas de la historia reciente de sus países, en especial aquellos sucesos vinculados a las violaciones de derechos humanos, y sus consecuencias, durante períodos dictatoriales. Esto puede responder tanto a narrar el pasado para poder describir de forma indirecta el momento político latinoamericano actual, buscar un nicho dentro de la cultura europea festivalera siempre dispuesta a lavar su mala conciencia viendo películas que les permitan declarar: ay que tremendo que tremendo, o ambas. De este trío la más sólida fue la paraguaya Matar a un muerto, dirigida por Hugo Giménez, que obtuvo una mención por parte del Jurado de Competencia Iberoamericana. Sólida, dura, con un aire a film violento y masculino de los ‘70s, solo se resiente a causa de un simbolismo rayando en el cliché (el animal salvaje fuera de campo como amenaza y figura ominosa es uno de los mayores lugares comunes del cine de esta región desde el 2001 a esta parte), y un final débil, con una música en plan pianito Phillip Glass, muy poco consecuente con todo lo que Giménez planteó en la casi hora y media previa. Los otros dos films, Nuestras madres, de César Díaz, y Canción sin nombre, de Melina León, están aparentemente en polos estéticos opuestos: mientras la de Díaz es casi un unitario televisivo, la de León se apoya principalmente en una fotografía en blanco y negro cuidadisima. Ambas, de cualquier manera, comparten tanto la obviedad de sus decisiones estéticas (el uso de la música y los primeros planos como herramienta “emotiva” en Nuestras madres, la utilización de círculos para denotar el constante retorno y la falta de resolución argumental en Canción…), como el retrato condescendiente de la población indígena en plan buenos salvajes de comportamiento diligente, lo cual las termina volviendo fallidas. 

Cordera, la fábula del escorpión (Federico Lemos, 2017-2020)

Las consecuencias de la dictadura también están presentes, aunque de manera muy secundaria, en A los ojos de Ernesto, de Ana Luiza Azevedo, que podría llamarse también Elsa y Fred se dan Besos en la Frente bajo el Sol de Otoño. La comedia dramática romántica geriátrica protagonizada por Jorge Bolani haciendo de exiliado uruguayo viviendo en Porto Alegre y su relación amistosa-filial con una joven que es la versión post-embolia de Faye Wong en Chungking Express parece haber sido diseñada científicamente para ser estrenada en Life Alfabeta o dejar babeando a la clase media mayor de 60 años que entra con Socio Espectacular o tiene un 2×1 con la Tarjeta Brou en Cinemateca (y la historia contiene una alusión a Cinemateca 18 como lugar que existía en los años 60s y exhibía ciclos de neorrealismo italiano, lo cual es completamente erróneo), por lo cual, predeciblemente, obtuvo el premio del público a Mejor Película. Más allá de la actuación de Bolani (pésima, y que ganó el premio a mejor actor por parte del jurado oficia lo cual, lo cual, teniendo en cuenta que estaba la posibilidad de premiar al Myrupu de La Fiebre o al Juan Carlos Maldonado de El príncipe, sólo puedo explicarmelo como gesto demagogo) y las alusiones (que causan una mezcla entre el bostezo y la vergüenza ajena) a Mario Benedetti, no se trata de un film uruguayo sino brasilero. La única película nacional exhibida dentro de la competencia fue Cordera: La fábula del Escorpión, de Federico Lemos, que también se trató del único documental y, junto a La Forma de las Horas de Paula de Luque (una mezcla entre Un buen día dirigida por Alain Resnais y un ejercicio de videodanza de los 90s), lo más flojo de toda la sección. Este es el décimo trabajo de Lemos como director (cuyos créditos incluyen Maramá-Rombai: El viaje, Gonchi y Jugadores con patente) y sigue el mismo patrón que casi todas las anteriores: una especie de institucional sobre su sujeto, o en este caso, un dvd de compañía discográfica. Lemos se limita a recopilar frases de conocidos, compañeros de banda, familiares, que ensalzan al cantante Gustavo Cordera como persona que “vive al límite” y “siempre va por el camino honesto aunque le sea perjudicial” mientras narra, mediante una gratuita estructura en capítulos lo que pasa con Cordera luego de mudarse de Buenos Aires a La Paloma, así como la formación de una nueva banda, sin nunca realmente indagar o cuestionar en sus decisiones, lo cual hace preguntarse por qué esta película existe. El film fue realizado antes de las desafortunadas declaraciones del ex-cantante de la Bersuit Vergarabat durante una charla para estudiantes de periodismo, y para “solucionarlo” Lemos inserta de manera grosera un parche, a manera de epilogo, con las repercusiones de sus dichos en el entorno más cercano al cantante. Hay una posición apologista, entre otras razones porque Lemos hace trampa y recorta el audio original, pero en última instancia no importa lo burdo e irritante de ese detalle porque sigue siendo consistente con la banalidad e ineptitud de todo el proyecto: cualquier persona puede quedar como héroe, paladín de la libre expresión y etc, cuando los atacantes de Cordera, a quienes vemos solamente a través de archivos televisivos (es decir, sin ser interpelados por el director) son seres tan deleznables como Jorge Rial o Erica García. No logro entender, tanto a nivel político como en cuanto a calidad cinematográfica, qué sentido tuvo exhibir Cordera más allá del morbo que a priori podría producir y que rápidamente es reemplazado por el aburrimiento y la molestia.

Los horarios y distancias de las salas entre sí hicieron muy difícil ver películas por fuera de la selección oficial, y en mi caso se limitaron a dos, lo cual hizo que me perdiera El faro, Corpus Christi, Aleli, o la nueva de Ken Loach, las cuales supongo todas tendrán un paso, por fugaz que sea, dentro de la cartelera montevideana. Las dos que sí ví dudo que se estrenen, pero estaría muy bien que sucediese. Por un lado, la co-producción entre Kazajstán y Bulgaria, Bullets for Justice, de Valeri Milev y Timur Turisbekov (que también la escribió, interpreta el rol protagónico, la produjo y compuso la banda sonora), es una trasheada muy autoconsciente pero no exenta de interés sobre la guerra entre humanos y cerdos mutantes en un universo post-apocalíptico. Hay un subtexto (o directamente texto) queer en el film, que incluye escenas de sexo entre el personaje principal y su hermana bigotuda, sin contar un personaje antagónico, Raphael, que aparece en las fantasías eróticas del protagonista por tener “el mejor culo del universo”; y un final con realidades paralelas y personajes vestidos de manera muy similar a los prostitutos gays de Hustler White. Es realmente difícil describirla, pero es de lo más simpática. Lo otro que ví dentro del Panorama Internacional fue lo mejor de todo el festival: Las Buenas Intenciones es el debut de Ana García Blaya. Ambientada a principios de los ‘90s en Buenos Aires (y funcionando como una película de época gracias a la atención obsesiva por los detalles), narra una historia inspirada en infancia de la directora. Ayudándose de material de archivo filmado en vhs por su propio padre, lo cual entrecruza con la ficción hasta volverlos indistinguibles uno del otro, Blaya construye los vínculos entre tres hermanos y su padre, un pendeviejo irresponsable y demasiado querible a la vez, mostrando principalmente instantes pequeños, a primera medida insignificantes, pero que pintan un retrato de una familia y el momento que viven. No hay villanos en el transcurso del relato, y de hecho cuando se corre riesgo de caer en la caricatura de ciertos personajes (como la primera vez que vemos a la nueva pareja de la madre, un Juan Minujín dibujado como parodia del menemismo), siempre los observa de una manera cuidada y afectuosa. Las buenas intenciones es simultáneamente una película nostálgica, en parte por narrar desde la mirada de quién fue niña en ese momento, consciente que los paraísos perdidos tienen mucho que ver con nuestras memorias de lo que fue y ya no será, y por utilizar la cultura pop argentina de la primera mitad de la década como marco histórico y dispositivo narrativo a la vez. Pero también es revisionista y crítica de la nostalgia al intentar armar un puzzle compuesto de recuerdos fragmentados, contar a través de la imaginación y el conocimiento de los personajes instantes de los cuales no pudo ser testigo, y marcar la distancia necesaria para poder reconstruir, más de veinte años después, la historia personal de su directora y el momento sociopolítico de ese entonces. Es una pequeña obra maestra, y aunque Blaya no haga nada nunca más como directora, nos dejó algo cercano a la perfección.

Las Buenas Intenciones (Ana García Blaya, 2019)

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