BAFICI 2019: LAS BUENAS, LA MALA Y LAS URUGUAYAS

Las Facultades, de Eloísa Solaas

Atención, este texto contiene spoilers y detalles que revelan aspectos importantes en el desenlace de las películas comentadas. Lea con discreción. No pretende ser una cobertura del festival sino un raconto de la experiencia y lo visto por uno de nuestros críticos. Vendrán más.


Los Tiburones empieza y termina con su protagonista, Rosina (interpretada por Romina Bentancur, por lejos lo mejor de la película), huyendo después de haber cometido un acto violento como venganza. Al comienzo, contra su hermana. En el final, se trata de un elaborado plan de ajusticiamiento hacía Joselo, un empleado del servicio de jardinería de su padre con el cual tuvo un torpe e incómodo acercamiento, más sexual que sentimental. Tanto el principio como el final de la película son travellings: el primero es ella corriendo de espaldas a la cámara. El último, por supuesto, es ella caminando de frente. Esa estructura circular es sintomática de las virtudes y defectos del debut de Lucía Garibaldi. Es, claramente, un film de guión, trabajado y pulido. También se trata de algo un poco obvio y chato. Digo obvio porque es una estructura y un «tipo de cine», que se ha probado mil veces. Con un poco de malicia se podría decir que Los Tiburones es una especie de versión actualizada (y mejorada) del último Control Z. Comparte con Tanta Agua, de Leticia Jorge y Ana Guevara, a una protagonista adolescente aburrida, y de cierta maldad en su comportamiento (aunque lo de Rosina bordea lo patológico) inmersa en un entorno abúlico. También tiene cierta similitud con 3, de Pablo Stoll, al tratarse del despertar sexual de una chica y acompañarla en sus vaivenes (y a favor de Garibaldi hay que decir que su protagonista no es la muerta en vida que creó Stoll).

Pero, a lo que más huele Los Tiburones, mucho más que al espíritu adolescente que publicitaron con su hashtag en Instagram, es a Lucrecia Martel, algo que se intuía conociendo los cortos previos de Garibaldi. Y aquí es donde entra lo de chato. Si bien comparte con Martel la minuciosa construcción de sus diálogos, el humor seco y negro, el uso del fuera de campo, el feísmo, Garibaldi no se atreve a llegar a los golpes y los giros (que algunos llaman efectismo) de la directora salteña. Por lo tanto, termina volviéndose una película que se escuda en su factura prolija y terminada, pero que en última instancia no puede disimular lo asustada y encerrada que esta en ese mismo patrón. Cada vez que tiene la oportunidad de ir más lejos de lo que propone este tipo de fórmula (porque a casi veinte años de La Ciénaga y de 25 Watts y sus herederes, se trata claramente de una fórmula) termina yendo por el camino más predecible. Las líneas argumentales se frustran o quedan abiertas para marcar la idea del fracaso, de lo indefinido, de lo falsamente ambiguo, rasgo clásico que a esta altura es hasta parodiable. Los momentos que más pueden provocar al espectador son sólo atisbos, algo que pudo ser y finalmente no es. La crueldad de su trama y de su protagonista nunca termina de explotar. Es como si Garibaldi tuviera miedo de ir más allá de lo probado y por lo tanto solo quedan vestigios de otros tonos por fuera del ya conocido costumbrismo. Ese miedo, por otra parte, es la verdadera marca de los procesos burocráticos que ha tomado cierto cine – talleres para guión, work in progress, etc- que pueden transformar una película a priori más que interesante en un producto anodino perfectamente vendible.

Los Tiburones, de Lucía Garibaldi.

Si bien, más allá de la creciente sensación de frustración que genera Los Tiburones (y que aumenta con el paso de los días después de verla), es imposible pensarla como una película que no cumple con sus objetivos -y la letanía de premios internacionales que viene cosechando, incluyendo dos en el mismo BAFICI, lo confirma-, no se puede decir lo mismo de Cartero, de Emiliano Serra (que también se terminó llevando un premio, en este caso a la mejor actuación masculina). La puesta en escena de este segundo trabajo de Serra (el primero fue un documental titulado La Raulito, golpes bajos, del 2009) grita: «¡ME GUSTAN LOS DARDENNES!». Aquí está el grano del 16mm, la cámara nerviosa que sigue a su protagonista, la atención al detalle de un entorno laboral que se puede definir, sin demasiados reparos, de insalubre. Esto, de cualquier manera, es solo una superficie, porque sus diálogos, sus personajes, su visión del mundo, es decir, su contenido, esta más emparentado con el grotesco porteño que con los hermanos belgas. Cartero esta ambientada en 1995, un par de años antes de la explosión del tan mentado Nuevo Cine Argentino y en un punto parece haber sido realizada ese mismo año. Sus actores siempre al borde del paroxismo teatral, la visión de masculinidad rancia que Serra más que criticar parece ensalzar con su división de mujeres en madres, putas, o vírgenes inalcanzables; la caricatura involuntaria en la cual terminan volviéndose algunos de sus personajes (el protagonista ingenuo que se muda a la gran ciudad, el cheto canchero que habla en ingles) la acercan al zombie del cine argentino pre-renovación y por lo tanto imposibilitan a Cartero de volverse la película de crítica social que pretende ser, más allá que toda su trama esté inserta dentro del contexto de la privatización asesina del gobierno de Menem.

Es probable que uno pueda aplicar las fórmulas, o el formato de film festivalero, con sus alcances y pretensiones, a los trabajos de Garibaldi y Serra. En un principio no pasaría lo mismo con La Fundición del Tiempo, de Juan Álvarez Neme, que terminó siendo la ganadora del premio a mejor película iberoamericana. Se trata de un documental de cierta factura «experimental» (nótese las comillas). Neme sigue a dos hombres: un japonés dedicado a recuperar árboles y un uruguayo dedicado a la cría de caballos. El tono es, o pretende ser, contemplativo. Los planos son largos, la belleza de la fotografía (realizada por el mismo Neme), inusitada. El problema es que, en última instancia, no puede ser un documental meramente contemplativo, o siquiera una película de superficies, porque todo el tiempo nos está marcando los TEMAS IMPORTANTES que trata pero en los cuales no ahonda. La explosión de la bomba atómica, el papel de los hombres jugando a ser dioses, la naturaleza encontrando un camino a pesar de todo, toman casi un cariz de frases inspiradoras: no más que una simple moraleja (o una moraleja simplista, como todas), un lugar común, una frase repetida, aunque Neme pretenda cargar cada plano de impostado significado y propósito. Todo lo que tiene de bello La Fundición…también lo tiene de vacuo, algo evidente en sus mismas decisiones estéticas. Neme juega con trucos ya probados: Es obvio que filmar a Japón en invierno, en blanco y negro contrastado, va a quedar hermoso. Lo mismo con un entorno rural en 16mm, con la cinta alterada, quemada, para generar ondas y rayas. No hay, en definitiva, nada nuevo ni arriesgado en su puesta en escena, más allá que Neme juegue con el tiempo interno del plano para generar incomodidad en el espectador promedio. Se disfraza de película prestigiosa y esconde su cara superficial. Se trata, nuevamente, de la banalidad aplastante detrás del gesto grandilocuente.

La Fundición del Tiempo, de Juan Álvarez Neme

Serra y Garibaldi tienen a su favor el beneficio de la duda: son primeros o segundos trabajos. Martín Rejtman no cuenta con esta gracia. De hecho, es el creador de un universo absolutamente personal. Tanto que opaca por igual a sus referentes más obvios (la comedia de enredos verborrágica de Howard Hawks, la belleza estática y el uso de modelos de Robert Bresson, el humor parco de Chantal Akerman) como a sus contemporáneos que quedaron por el camino (el caso más obvio es de Hal Hartley, director que partía de bases similares a las de Rejtman y al cual el argentino probablemente vea con la mayor de las indiferencias) para volverse -tanto para bien o mal-, él mismo una influencia dentro del cine rioplatense de los últimos 20 años, el creador de una especie de escuela. Que sus rasgos autorales sean tan evidentes y su mundo tan reconocible y autosuficiente funciona como una espada de doble filo. En ese sentido, su cortometraje Shakti, presentando en la sección de Vanguardia y Género, le da bastante de comer a sus detractores. La primera impresión es que Rejtman no se mueve ni un centímetro de ese mundo y más bien opera de modo automático. Shakti es un concentrado de toda su obra. Una comedia impertérrita, en la cual supuestamente «no-pasa-nada» (aunque parte del atractivo de la obra de Rejtman es que justamente están pasando cosas todo el tiempo, una serie de pequeños sucesos, de conexiones y desconexiones, de objetos que fluyen tan libremente como sus personajes), con diálogos imposibles dichos en monótono. Mucho de lo que pasa en Shakti tiene correlatos con escenas de Silvia Prieto (1999) o Los Guantes Mágicos (2003). Incluso se podría argumentar que este cortometraje es menos de lo mismo. No están los desvíos narrativos que volvían sorprendente a Dos Disparos (2014), o la experimentación formal que enriquecía a Entrenamiento Elemental Para Actores (2009). Su factura es inconclusa, haciéndola parecer como el primer acto de un futuro largometraje, o peor aún, un film que decidió dejar sin terminar. Más allá de la crítica al snobismo clásico y básico de declarar «terminado» a un director por lo que antes se lo elogiaba solo porque pasaron años y ahora las tendencias son otras, Shakti es mucho más que un ejercicio de Rejtman en modo autofágico. Desde su utilización de la voz en off en plena contradicción con sus imágenes, Rejtman nos está dando más de lo que nos parece ofrecer. El mismo título es un sendero errado: Shakti, la chica vegetariana y hare krishna que conoce Fede, el protagonista, no es el motor narrativo, sino más bien Delia, la empleada doméstica de su abuela recientemente fallecida, personaje con la cual el corto empieza y termina. En cierto momento, la psicóloga interpretada por Susana Pampin (la actriz Rejmtaníana por excelencia) le dice a Fede algo que puede ser una obviedad -pero que al protagonista parece escapársele- y es que él puede decidir que cosas cuenta y como contarlas. Toda esta pequeña obra maestra es exactamente eso pero dejando ver al espectador los hilos y las ficciones dentro de su mismo relato, sin nunca caer en lo obvio. Rejtman hizo una versión cinematográfica de algo equivalente a sus cuentos cortos y se mantiene firme en su ética y estética, alejado de toda moda cinematográfica, logrando toda la experimentación y velada crítica social que realizadores más premiados desearían poder alcanzar.

Contar Las Facultades puede dar la impresión equivocada que se trata de una película fría. El debut de Eloísa Solaas es, solo en apariencia, la filmación de la instancia de exámenes orales de cátedras, incluyendo filosofía, medicina, derecho, música, etc. No hay más comentario que el de les estudiantes frente a sus profesores, más allá de algunas escapadas a verles preparar esos exámenes, o la espera por el resultado final. Solaas va acumulando personajes y situaciones, y cerca de la mitad del documental da la impresión que no volverá con ninguno de sus sujetos. Sin embargo, retoma a varios en una especie de simetría imperfecta, y es allí donde termina elaborando un discurso político que opera en varios niveles. El cuidado y calidez con la cual filma a sus personajes ya alejan al film de Solaas del mero formalismo, pero cuando intercala sus experiencias entre sí pone en tela de juicio los mismos procesos que registra. La discusión sobre Bazin y el realismo, una instancia académica de derecho que finge ser un juicio, la práctica de un chico preso aplicando teoría marxista al mismo funcionamiento de un penal, se entretejen entre sí, elaborando una prueba del absurdo de la institucionalización. Pero,también y al mismo tiempo, Las Facultades funciona como un documento sobre el amor al estudio, un elogio a la curiosidad, a la búsqueda del saber, a la necesidad de aprender. Filmada a lo largo de tres años, Las Facultades, desde el doble sentido de su título (el de capacidad y bien, además del lugar de aprendizaje), es una película de búsqueda, de preguntas y no tanto de respuestas. No parte de certezas. Esta lejos de fórmulas probadas y por lo tanto se vuelve imperecedera.

Si esta nota comenzaba aclarando de los daños que la institucionalización puede hacerle al cine, vale aclarar que los festivales forman parte de eso. La crítica, también. Sin embargo, los festivales también son el lugar donde se puede inmiscuir algo extraordinario y que evita pensar en el cine como algo solidificado y por lo tanto cercano a la muerte. Películas como Cartero empobrecen, otras como Los Tiburones son en parte víctima y victimario de esa maquinaría. Las Facultades son las que justifican la existencia de los festivales de cine y nuestra participación como sus testigos.

Las Facultades (2019), de Eloisa Solaas

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