JUEGO DE TRONOS Y LAS REGLAS DE LA TRASGRESIÓN

Por Santiago González

Se estrenó nueva temporada de Juego de Tronos, e invitamos a un colega entendido en el tema para que dé sus impresiones de una de las series más relevante de los últimos años. Eso sí. ALERTA SPOILERS: EL TEXTO A CONTINUACIÓN CONTIENE DESCRIPCIONES DE LA TRAMA DE VARIAS TEMPORADAS DE LA SERIE. Nada más. Que hablen los que saben.


El domingo 16 de julio se estrenó en todo el mundo la séptima temporada de la aclamada serie de HBO, Juego de Tronos. Desde su estreno en 2011 ésta adaptación de la saga de novelas Canción de Fuego y Hielo de George R. R. Martin disfrutó de un ininterrumpido aumento en notoriedad y audiencia, hasta el punto en que es difícil no encontrar en cualquier grupo de gente al menos una o dos personas con las cuales discutir, debatir y especular acerca de lo que pasa en los siete reinos y sus alrededores. Basta solo con ver un puñado de capítulos (normalmente uno atrás del otro) para darse cuenta del por qué: la serie contiene personajes complejos y bien desarrollados, un guión inteligente, técnicas cinematográficas de gran calidad (una vez reservadas para a las megaproducciones de Hollywood) y una trama dinámica y atrapante diseñada para dejarlo a uno con ganas de ver el capítulo siguiente apenas termina el anterior.

Tanto es así que la expectativa de una nueva temporada se volvió para mucho una tradición de los primeros meses del año. Aunque confieso que, como seguidor arduo desde el comienzo, la sensación que tuve frente a la llegada de esta nueva temporada fue diferente. Por tanto me pareció juicioso hacer el análisis: ¿puede ser que la serie haya perdido algo en sus últimas temporadas? De ser el caso, ¿qué perdió? Además, ¿es posible que lo recupere en esta nueva iteración?

Para esto es necesario definir qué elementos hacen a la serie lo que es, y sobretodo qué es lo que la diferencia de otras historias dentro del propio género fantástico. Y es verdad lo importante está más allá de lo que pase, y que es difícil encontrar un solo capítulo sin una pieza de diálogo que valga la pena repetir o una escena que recordar. Pero lo que une cohesivamente la narrativa es algo más básico, una intención implícita desde la que nacen todos lo demás elementos. En el caso de Juego de Tronos hay un elemento crucial: transgredir las expectativas de la típica historia de fantasía medieval.

Las historias de fantasía han tenido por muchos años un marcado papel en el zeitgeist de la cultura popular del siglo XX en adelante. Son varios los elementos que identifican al género: un claro conflicto entre las fuerzas del bien y el mal; un grupo de personajes poseedores de defectos pero esencialmente nobles, que saldrán al mundo a combatir un mal temible e inequívoco, encontrando en su viaje aliados, obstáculos, pérdidas y recompensas. No todos necesariamente sobrevivirán este trayecto, pero uno puede estar seguro de que cuando un personaje muera, lo hará en un acto de gran valentía, de reivindicación o de heroísmo, o todas las anteriores. La muerte o la derrota de un personaje principal debe expresar el momento culmine de su arco argumental; es decir, las reglas que determinan sus destinos están claramente delimitadas. En este tipo de fantasía que predomina en el imaginario popular, la resolución de la tensión se encuentra en la victoria sobre la adversidad, donde los buenos y los malos están claramente definidos. Incluso cuando el protagonista es traicionado por otro personaje, su papel pasará de aliado a enemigo, sin darle lugar a demasiados matices de moralidad. Un ejemplo fácil de identificar es la trilogía de El Señor de los Anillos, de J. R. R. Tolkien (y su puesta en escena por Peter Jackson), donde todos estos elementos se encuentran entretejidos de forma magistral. Su presencia en el género fantástico es tan icónica que sería difícil no utilizarla como marco comparativo para cualquier obra del género escrita desde su publicación.

Estos son los principios que la obra de George R.R. Martin parece querer descomponer. Westeros es esencialmente distinto a la Tierra Media. En primer lugar, es mucho más familiar para nosotros; no es un secreto que una capital portuaria al sur, un norte frío, vasto e inhóspito coronado por una gran muralla cuyo fin es mantener a la barbarie fuera del reino, y un mar estrecho como única separación con un continente inmenso y antiguo, son todos detalles rescatados directamente de la Gran Bretaña medieval. Pero tal vez las adiciones más reconocibles de nuestro mundo que Martin le hace al suyo son la ambigüedad y la complejidad: los personajes y las facciones son múltiples, sus interacciones nacen de motivaciones tanto internas como externas, y éstas a veces caminan por la fina línea entre el bien y el mal.

Tanto en las novelas como en la serie, parece prevalecer esta noción de que ningún personaje está seguro: cualquiera de ellos puede morir en cualquier momento, de formas particularmente brutales e inesperadas. Tanto es así, que la forma en que el autor liquida a su protagonistas es hoy motivo de broma. La temática evoca el concepto medieval de la danse macabre, la idea de que la muerte le llega de igual forma al rey, al santo y al campesino. Sin embargo sería un error decir que el atractivo de la serie es su habilidad de “romper todas las reglas”. Todo lo contrario. En realidad su mayor logro está en su capacidad de reemplazar la estructura previa con otra distinta, más apropiada para un contexto de ambigüedad moral.

En la narrativa de Juego de Tronos, la muerte tiene un papel fundamental y su ejecución no es nada arbitraria. Cuando un personaje (principal) muere en este mundo, es en consecuencias de sus propios actos.  A Eddard Stark lo mataron sus valores, su compasión por una reina y una familia preparada para traicionarlo. A Rob Stark lo mató quebrar tratados estratégicos en busca de un final feliz, una familia. A Catlyn la mató el amor por su hijo, a Oberyn lo mató su confianza en sí mismo, a Khal Drogo el amor que despertó en él durante un matrimonio arreglado. Todos estos personajes actuaron acorde a arquetipos bien establecidos en la fantasía tradicional: cualquiera de estos gestos no hubiese sido castigado en otro contexto, sino todo lo contrario. Pero en el mundo de Westeros rige la máxima establecida a finales de la primera temporada: “En el juego de tronos, si no juegas, mueres”. Es ley natural que no hay segundas oportunidades, y demostrar los aspectos nobles y heroicos de un personaje de Tolkien, será recibido con la cruda realidad de que el mundo funciona de forma distinta.

Es en este aspecto de la serie en el que hago hincapié al recordar la sexta temporada, particularmente el camino que sigue el personaje de Jon Snow, lo más similar a un héroe arquetípico sin lugar a dudas. Esta faceta que posee, ahora que literalmente está al mando de ejércitos, debería ponerlo en un gran peligro desde el punto de vista narrativo: de un momento a otro, si seguimos el patrón planteado por todos los demás personajes que compartieron con él protagonismo, Jon Snow va a encontrar su punto de quiebre, en el que o decide actuar en contra de su naturaleza, o entregarse a ella y morir.

Este es un factor importante. Es seguir el ritmo de un proceso que lleva 6 años en ejecución y que dentro de poco deberá alcanzar un clímax y terminar (dado que solo le quedan dos temporadas a la serie).

De aquí surge mi preocupación. Entre las temporadas 5 y 6, a los escritores de la serie se les acabó el material de la fuente original. Todo el material de la novela Danza de Dragones, la quinta en la saga, ya fue utilizado y el sexto libro está todavía por salir, continuando el ritmo glacial que tiene R. R. Martin para completar su obra. De ahí en más es casi todo material original, y si bien los diálogos siguen siendo entretenidos y los personajes interesantes, uno puede comenzar a sospechar que los guionistas necesitaban de esta base un poco más de lo que preferirían admitir. Las muertes de Doran Martell, Roose Bolton, Balon Greyjoy y Myrcella Baratheon en rápida sucesión, no parecen seguir ninguna otra línea que la necesidad de reducir el número de personajes a algo más manejable para las temporadas finales. La muerte de Rickon Stark fue desechar una herramienta casi inutilizada, como para no tener que lidiar con él en lo que queda de la serie.

Pero todas estas muertes son menos relevantes para mi crítica que aquella que no sucedió durante la secuencia culminante de la sexta temporada: La batalla de los bastardos. Para recapitular, la secuencia posiciona a Jon Snow liderando un conglomerado de facciones contra el enemigo que se encuentra ocupando su viejo hogar, y quien es su antítesis en la serie, Ramsay Bolton. Antes de la batalla Jon es aconsejado por su media hermana Sansa -quien fue prisionera y víctima de Ramsay durante meses-, de que éste intentaría empujarlo hacia un error estratégico en el campo de batalla, y que él  tendría que dar a su mutuo hermano (el ya mencionado Rickon Stark, en manos del antagonista), por muerto. Es aquí que la serie construye la tensión hacia el punto de quiebre del personaje de Jon Snow. Tanto él como la audiencia son informadas de lo que va a suceder, y estará en él despojarse de las cadenas de su arquetipo para sobrevivir el encuentro, o fallar.

Los ejércitos se posicionan, sus comandantes se miran a la distancia, Ramsay Bolton utiliza a Rickon como carnada, el niño corre hacia su salvación y el villano le da muerte por la espalda con una flecha. La audiencia ve a Jon Snow perder el control, y lanzarse solo contra el bando enemigo. Sus tropas lo siguen. La trampa es activada, y en una impresionante y extensa secuencia de combate, se muestra cómo el protagonista guió a sus tropas hacia una muerte segura. Este debería ser el punto culminante de la carrera heroica de este personaje. Sin embargo, aquí la serie decide darle a la trama un trato familiar a lo Señor de los Anillos: refuerzos llegan por parte de un aliado poco probable, en la forma de una caballería que cabalga desde el este, en el momento de mayor desesperación, cuando la derrota era inevitable. Los caballeros del Valle destrozan la formación de los Bolton, rescatan a Jon, y la batalla termina con la derrota del enemigo. La serie acaba de romper sus propias reglas y extrae al héroe de su castigo.

Este detalle parecerá poco, pero marca un precedente que quiebra con todo lo establecido anteriormente: existe un personaje (Jon Snow), que por potestad de ser protagonista, logró escaparle a la muerte en su momento de mayor error. Esto ocurrió en la secuencia central de la temporada, combatiendo a un enemigo que la serie tardó años en construir. Este precedente no es de por sí terminante, pero sucede en el período de transición en que los guionistas se ven forzados a crear su propio material original para la historia. Es solamente un ejemplo de muchos momentos de la sexta temporada en la que la serie pareció olvidar sus propias reglas, aquellas que construyen la tensión dramática de cada decisión tomada, que eleva cada secuencia de acción con la posibilidad de que un daño verdadero y permanente sea infringido sobre nuestros personajes favoritos. Este es un equilibrio difícil de mantener, la tensión que existe cuando uno sabe que los escritores se sacaron los guantes a la hora de escribir.

Si bien la serie nunca va a ser mala, ahora es internamente inconsistente.

Está claro que solo una serie digna de halagos puede merecer una deconstrucción tan fina de sus temáticas, y basta con ver el primer capítulo de la nueva temporada para recordar por qué uno mira esta serie: los diálogos ingeniosos, el ritmo de las secuencias intercaladas en cada capítulo, la forma en que se mantiene una vaguedad en cuanto al curso del tiempo; está todo ahí. Habrá que esperar a que salgan más capítulos para ver si esto continúa siendo más que la suma de sus partes.

Esperemos que sí. Solo no me hagan hablar de la resurrección de Jon en la temporada anterior.



 

Para hacer posible más artículos como este, apoyá nuestro proyecto. ¡SUSCRIBITE!