ROTTERDAM 2018: EL BUEN LUGAR

Crónica Festivalera

The Return, de Marlene Choi Jensen

Del 24 de enero al 4 de febrero de este año se llevó a cabo una nueva edición del Festival Internacional de Cine de Rotterdam en la ciudad que lleva el mismo nombre. Se trata de uno de los festivales más importantes de Europa y del mundo, que da visibilidad a un montón de películas y realizadores nuevos, permitiendo un nivel de acercamiento a la actualidad cinematográfica que es necesario y poco habitual por estos lados. Para suerte de todos, nuestro compañero Flavio Lira, seleccionado como jurado FIPRESCI para esta edición, estuvo allí y volvió con esta crónica. Pasen, lean y refrésquense.


Cuando me enteré a fines del año pasado que había sido seleccionado como parte del jurado FIPRESCI (es decir, el jurado que representa la federación internacional de la prensa cinematográfica) para la última edición del IFFR (es decir, el Festival Internacional de Cine de Rotterdam), tuve la sensación de sentirme parte de una especie de chiste. Las opciones eran las siguientes: o me habían invitado por error, confundiéndome con otro Flavio Lira, posiblemente brasilero, septuagenario y con una extensa carrera como crítico, o por el contrario, no había ninguna confusión y el festival era tan impresentable como yo. Los primeros días en la ciudad no hicieron más que acrecentar esta sensación de extrañeza. Fue muy fácil perderme intentando encontrar el camino a los cines, que nunca están a más de cinco minutos de distancia a pie entre sí, pero como si se tratara de un cubo rubik en constante cambio y movimiento, las calles que yo creía conocer parecían modificarse de la noche a la mañana y los senderos que terminaba tomando no eran los que antes había recorrido. Ese mismo aire de confusión se traduce un poco a la naturaleza del festival. La cantidad de películas es inabarcable, con casi 50 en competencia, y otras tantas más en secciones paralelas, muestras, filmografías de directores, etc. En última instancia, se decidió por tener en consideración del jurado 21 títulos, aquellos que tenían su estreno mundial en esta edición del IFFR dentro de la selección Bright Future, el programa dedicado, según el catálogo, a darle foco a talentos jóvenes, casi principiantes.

I.

Si los comienzos son, en algún sentido, importantes, mi elección para inaugurar el festival fue auspiciosa. Tempo Comun tiene como base algo que se ha visto mil millones de veces en el cine: padres primerizos, su relación con el neonato, y su entorno. Lo que la directora Susana Nobre hace, en cambio, termina siendo inesperado. Borrando definitivamente las barreras entre documental y ficción, y de una economía narrativa prodigiosa, Tempo Comun logra volverse hasta didáctica (en el mejor sentido posible) al tratar las diferentes posiciones en cuanto a cómo encarar la paternidad, así como las diferencias generacionales en el traspaso de roles de madre a hijo. Cada cuadro es de una composición plástica cuidadísima, cercana a la verticalidad, sin jamás volverse esteticista o forzada. De una simplicidad engañosa, Tempo Comun fue de los puntos más altos de toda la competencia.

Otro fue la película que terminó ganando el premio de la FIPRESCI, Balekempa, el debut de Ere Gowda, cuya única experiencia previa en cine fue como guionista de Thithi (2015) (nunca estrenada en Uruguay y que al parecer también trata sobre la vida en un pueblo rural de la India). Gowda, que antes de esa experiencia trabajó como guardia de seguridad y que reconoció que no ve películas y no se acuerda de los nombres de directores ni nada de eso, podría estar haciéndose pasar por el papel del bruto que esconde un genio, y parte de esa impresión maligna tiene que ver con la perfección milimétrica del guión de Balekempa y la belleza de sus imágenes, que le escapan a todo exotismo turístico. El film narra la historia de una pareja: él vende pulseras y parece tener un amorío con un amigo, ella se queda en la casa cuidando a la madre agonizante de él, haciendo tareas hogareñas y sobre todo quejándose de cómo su marido nunca le presta atención. Hay un tercero en cuestión, y es un vecino adolescente que pasa la mayor parte del tiempo con la mujer, claramente sintiéndose atraído por ella. El pueblo donde viven sirve como coro griego, que comenta y chusmea sobre por qué ella no queda embarazada. Eventualmente el asunto se resuelve en una versión irónica y feliz de Double Indemnity (1944), con ella sacando el seguro de vida de su marido a manera de contrato: él sigue con su amante y ella consigue embarazarse del vecino, logrando que las habladurías se detengan, al menos por un rato. La trama está narrada de manera mucho más sutil que el apurado resumen de la trama que acabo de escribir, nunca cayendo en lo obvio, enfocándose en volverse un retrato lleno de humor seco sobre cómo la vida en un pueblo chico donde todos se conoce puede ser tan cómoda como asfixiante, y también sobre los absurdos de las dinámicas familiares. Clásica e inteligente, es realmente la revelación de un creador talentoso que habrá que seguir con mayor atención.

Si hubo una tendencia dentro de la selección fue la progresiva eliminación de los límites entre el registro documental y la ficción. The Return, de Marlene Choi Jensen, una de las películas con más voces a favor por parte de los críticos (aunque sólo se terminó llevando una mención del jurado Bright Future), narra la historia de una chica criada en Dinamarca pero nacida en Corea, que vuelve a su país natal en busca de su madre biológica. Allí se encuentra con varios personajes que han efectuado la misma búsqueda, entre ellos un chico que se vuelve su mejor amigo, y con el cual siempre queda la sensación ambigua de que pueda empezar una relación romántica. Es el típico film festivalero: pequeño pero ambicioso, estéticamente moderno, un perfecto equilibrio entre la búsqueda constante dentro de lo formal y una accesibilidad narrativa que no aliena a su potencial público. Una especie de entretejido de estéticas, capaz de conjugar tanto un montaje discontinuo a puro jump cut con escenas larguísimas de cámara fija. Una de estas últimas es posiblemente la más recordable del film, por no decir del festival entero: una cena entre la protagonista, su amigo, la madre biológica de este y una trabajadora social que también se desempeña como traductora, filmada en tiempo real y en plano secuencia, con la cámara pegada al piso. Mientras comen, el hijo le pregunta a su madre, una señora mayor, cuáles fueron los motivos por los que lo dio en adopción. Las respuestas son dichas primero en coreano y luego en inglés, generando un clima cada vez más tenso, incómodo y angustiante. August at Akiko’s, de Christopher Makoto Yogi, funciona casi como un espejo más amable y despreocupado de The Return. Aquí el protagonista, interpretado por Alex Zhang Hungtai, vuelve a Hawaii a buscar la casa de su abuela. Al no encontrarla termina quedándose a vivir en un centro de meditación budista. Por suerte, el proselitismo new age es poco y nada, y en cambio se trata de una película de vacaciones con espíritu bajón de porro, funcionando como un documental sobre su actor principal, Zhang Hungtai (quién antes tenía el proyecto musical Dirty Beaches y ahora está más que nada dedicado a la música experimental), al cual la cámara sigue de manera muy contemplativa mientras él se pasea , de manera mitad cool mitad zen, por diversos lugares muy alejados de la visión cinematográfica de Hawaii a la cual estamos acostumbrados. Es un film placentero, que recuerda un poco al primer Jarmusch, sin las ganas que tenía este de volverse un objeto de culto.

The Pain of Others (2018), de Penny Lane.

II.

Es probable que la obra más radical de toda la competencia, y la más divisiva en cuanto a público, haya sido The Pain of Others. En Montevideo se exhibieron muy brevemente los dos trabajos anteriores de su directora Penny Lane (sí, ese es su nombre verdadero), incluyendo Our Nixon (2013), que a través de películas caseras tomadas por el entorno del ex-presidente narraba el ascenso y caída del mismo. Durante la introducción previa a la función, Lane dijo que se trataba de la «pariente malvada» de esa película, y al igual que Our Nixon, The Pain of Others  (de ahora en más TPOT) es también una obra de found footage, que toma como base vídeos subidos a YouTube de tres mujeres que padecen la enfermedad de Morgellons, cuyos síntomas incluyen la aparición de tejidos extrañísimos (las pacientes piensan que son parásitos) en diversas partes del cuerpo, y de la cual la comunidad científica no se ha decidido si se trata de una patología dermatológica o un trastorno psicosomático. El film no tiene ninguna intención de aclararlo, utilizando de forma muy directa una cita de la escritora Anne Carson: «Una de las características primarias del dolor es que exige una explicación». Su estructura es deliberadamente seca y directa: vemos los vídeos subidos por estas tres personas, intercalados entre sí. Lo único que nos aleja de las tres pacientes son bloques de noticieros televisivos que utilizan la enfermedad claramente como relleno ante la falta de otras noticias importantes y que no agregan ninguna información relevante. Esto llevó al comentario de que no se trataba de una «película real», sino de una playlist de YouTube y que cualquiera la podría haber dirigido, lo cual ignora que, primero, hubo una selección fina del material a usar y qué efecto generar a partir del mismo (hay miles de millones de vídeos subidos sobre el tema, busquen ustedes) y, segundo, que sería algo hermoso si de hecho se tratara de una película que «cualquiera puede hacer», un equivalente cinematográfico a «esto son tres acordes, ahora andá y formá una banda». El otro comentario negativo principal que cayó sobre TPOT era con respecto a su «crueldad», y en esto quizás haya algo de verdad. Más allá de que estas tres mujeres hayan decidido ellas mismas subir sus vídeos y exponerse en toda su miseria, y que la intervención al material es casi inexistente (solo la utilización en uno o dos momentos puntuales de una banda sonora muy johncarpenteriana), está claro que Lane eligió a estas protagonistas porque representaban mejor que nadie la ambigüedad de la enfermedad, es decir, la duda de si se trata de algo que pasa en sus cuerpos, o por el contrario, si estas personas están locas. Y parte del efecto colateral es la comicidad: en uno de los segmentos una de ellas analiza uno de los tejidos con un microscopio, y cree que el pelo se mueve cuando grita diferentes letras del alfabeto. Haber escogido este vídeo no es casual ni inocente: Lane sabe que puede provocar las risas de su audiencia (y las hubo), pero también es una forma de confrontarnos con nuestra reacción frente a lo que estamos viendo. Ese es su objetivo final. Más que un film sobre la enfermedad (aunque por momentos parece una versión lo-fi de Safe), es una película sobre la falta de empatía, y de ahí su nombre, «El dolor de otros», que puede ser tomado como una referencia al ensayo de Susan Sontag y también un comentario sobre el mismo: nuestra necesidad de ver imágenes obscenas, desagradables o violentas no debe ser «corregido y evitado», sino analizado, lo mismo que nuestra necesidad de mantenernos alejados amparándonos en una imparcialidad en realidad inexistente. Es una película difícil de ver, pero es excepcional, y de las pocas en la selección que se tomó el trabajo de tratar problemas muy caros al siglo XXI: narcisismo, voyeurismo, y la falta de certezas a la hora de diferenciar mentira de verdad, todo dentro de un campo que interpela moralmente a su público.

No fue la única, de cualquier modo: My Friend, the Polish Girl, también cuestiona a ciertos aspectos morales del cine, así como la relación del público con lo que ve en la pantalla. Se trata de un mockumentary (y parte de su estrategia para generar un impacto es la confusión sobre cuánto de lo que estamos viendo es «real») que cuenta la experiencia de una directora estadounidense que decide hacer un film sobre los problemas de inmigración en el Londres post-Brexit utilizando (en todos los sentidos de la palabra utilizar) a la chica polaca del título. Esta, a su vez, se comporta como el estereotipo de mujer de Europa del Este que termina actuando en una porno con Rocco Siffredi, una especie de muñeca rota sin ninguna otra habilidad que su capacidad para seducir de una forma desesperada a quienes tiene a su alrededor, alguien a quien se le adivina un pasado de abusos y que genera tanta pena como molestia. Los directores Ewa Banaskiewic y Mateus Dymek van lo más lejos posible en su propuesta: una comedia perturbada e incómoda que se ríe con una risa negra de las relaciones de poder y dominio entre artista y retratado, y logra momentos en los cuales uno no puede más que mirar la pantalla tapándose un poco la cara, como si fuese una de terror. Lo único que la resiente un poco es su estética Instagram (con emojis en la pantalla y una fotografía pronta para aparecer en la revista más ondera del universo), condenándola a envejecer rápidamente y terminar siendo más un documento de su época que el film peleador y amargo que en el fondo es. Una de mis compañeras de jurado la comparó con el cine del Swinging London, en especial Darling (1965), de John Schlesinger, y tiene bastante razón, tanto en lo bueno como en lo malo.

Los adolescentes tristes y desapegados de Permanent Green Light (2018)

III.

El marasmo de películas que uno ve por día en los festivales hace que algunas se terminen perdiendo. Y el hecho de que uno tenga que pensar rápidamente, en términos de «Sí», «No», «Más o menos», solo empeora las cosas. Ver algo así como seis por día, más allá de la voracidad cinematográfica que uno pueda tener, termina siendo injusto, tanto con sus directores como con uno mismo, no dando un espacio a las películas de plantarse, echar raíces y crecer en la memoria. Este contexto no favoreció para nada a Permanent Green Light, una obra marcadamente minimalista y pequeña, una especie de versión adolescente de El Diablo, probablemente (1977)  (la comparación suena disparatada, pero juro que no lo es), cambiando el nihilismo desesperado de Bresson por una melancolía todo terreno. Esta es la segunda incursión como director de cine del escritor estadounidense Dennis Cooper, volviendo también a colaborar con Zac Farley, un artista vinculado a las video instalaciones. Aquellos que leyeron al menos una de las novelas de Cooper van a tener una idea de lo que pueden esperar: pornografía gay dura y con rasgos de pedofilia, referencias a la cultura pop, humor negrísimo y una tristeza que corre de forma subterránea y paralela a la perversidad que hay en la superficie. Sin embargo, aquí la tristeza invade todo y no hay nada del sexo enfermizo y la búsqueda por romper todos los tabúes por lo cual se lo conoce, quizás injustamente, a Cooper. Los adolescentes de Permanent Green Light, como varios de sus creaciones literarias, siguen buscando fundirse con la nada, volverse ajenos a toda emoción. Y siguen fracasando en el intento, nunca admitiéndose la contradicción entre la necesidad de generar un impacto prendiéndose en la memoria de los otros, y al mismo tiempo obliterarse. Ellos, mientras tanto, deambulan por no-lugares: suburbios pre planificados, casas impersonales, edificios de apartamentos inmensos que contrastan con la pequeñez y flacura de sus cuerpos (fue bastante común ignorar la precisión de la puesta en escena, incluyendo el comentario escuchado a la salida de la función: «¿Por qué esto no es una novela en vez de una película?»). Es un film deliberadamente parco, reducido a sus elementos esenciales, y que pasó sin pena ni gloria, pero que debería haber tenido más suerte.

Hubo tres brasileras dentro de la competencia, y todas mantenían lazos temáticos y estéticos entre sí, aunque con suerte irregular: Azougue Nazaré es un cóctel indigesto, una película ambiciosa por momentos fascinante, pero en última instancia frustrante. El film de Tiago Melo no evade el pintoresquismo fácilmente exportable de buena parte del cine brasilero, y no termina de redondear sus ideas sobre el enfrentamiento entre las tradiciones umbandistas y el crecimiento imparable de las iglesias evangélicas. Su glamour de lentejuela barata la acerca a Madame Satá (2002), y su contraste de colores fluorescentes con entorno rural hace recordar a Boi Neon (2015). Pero eso es justamente parte del problema: Azogue Nazare nos hace recordar películas muchísimo mejores y siempre pierde en la comparación. De cualquier manera el jurado de la sección Bright Future le otorgó el principal premio, reduciendo de nuevo el cine a una especie de feria de las naciones donde cada stand destaca los lugares más comunes de su cultura, exacerbando los aspectos que mejor pueden venderse a un grupo de europeos con ganas de tomar un recorrido turístico por el lado pobre de la vida. Su director, Tiago Melo, pareció bastante consciente y contento con ello, haciendo que todos los presentes en la entrega de premios cantasen al ritmo del maracatú, una especie de mezcla de freestyle con samba, algo que es parte fundamental de la trama de su película. Carmen Miranda estaría orgullosa. Habría sido más radical si el jurado hubiera terminado rindiéndose a los encantos de Sol Alegría, que también decide enfrentarse contra la fuerza de la nueva ola religiosa y conservadora de Brasil. El segundo trabajo de Tavinho Teixeira narra de una forma un tanto deshilachada la historia de una familia de lo más incestuosa, cuyos miembros se hacen pasar por honorables miembros de la sociedad para luego asesinar a un senador (que es también pastor evangelista) y empezar una especie de revolución sexual con algunos rasgos panteístas. Amateur, con ganas de hacernos saber sus influencias (se menciona al Marqués de Sade y a El Imperio de los Sentidos, hay algunas referencias un tanto más veladas al primer Almodóvar, en especial al de Entre Tinieblas) y un poco infantil en su afán de provocación (que fue efectiva ya que hizo a varios pacatos salir de la sala), es sin embargo una película refrescante que trasmite su alegría, su reivindicación del artificio, su goce de la pansexualidad, lo cual incluye escenas de sexo explícito donde todos disfrutan y nadie pasa mal (suele ser más popular el cine sobre gente que llora después de coger). Sobre todas las cosas, a pesar de sus múltiples defectos, es una película realmente necesaria en el contexto político actual de Brasil tras el golpe de Temer y con la mitad de la banca de senadores ocupada por el lobby religioso. Va a ser muy interesante lo que suceda cuando se estrene en su país, aunque teniendo en cuenta la naturaleza marginal de Sol Alegria quizás termine pasando desapercibida, lo cual sería una lástima. Por último, Inferninho, el producto de tres años de investigación por parte de un grupo de teatro incursionando en el cine. Y el resultado es directamente eso: ya no un film teatral, sino directamente teatro filmado. Su ambientación de bar de mala muerte, sus personajes con el corazón siempre roto y condenados a los amores contrariados, su estética kitsch, traen a la mente los fantasmas de Puig y Lemebel de manera un poco superficial de más. Inferninho es inofensiva y dulce, una especie de «camp naive», si tal cosa existe. Se deja ver y no trata de ser más de lo que es, aunque sea posible que parte de su gracia radique más que nada en el personaje principal, Deisimar, la dueña del boliche rasca, interpretada por Yuri Yamamoto, actor y director que tiene un extraño parecido con Maya Rudolph.

Azougue Nazaré (2018), de Tiago Melo.

IV.

No hay festival que se precie sin algunos bodrios irredimibles, y aquí hubo tres particularmente lamentables. Cuanto menos se diga sobre Counting Tiles, un documental sobre payasos que van a recibir a los refugiados recién llegados de Siria para «darles alegría», mejor. Los otros dos merecen al menos un comentario: la co-producción entre Colombia y México, La Torre, de Sebastián Múnera, toma como base la única foto existente después de que una bomba destruyera la biblioteca de Medellín, pero más allá de su ambientación se hace realmente difícil darse cuenta si Múnera tiene algo que decir, ya sea sobre la situación política de su país, sobre la pérdida de imágenes y memoria, o sobre la necesidad de generar huecos que sirvan como vasos comunicantes entre personas enajenadas en su alienación (piensen en Tsai Ming Liang pero sin rigor en su puesta en escena ni, menos que menos, musicales). Imágenes pseudo religiosas, masturbaciones públicas con fondo extradiegético de música clásica, cambios súbitos de blanco y negro a color, son algunos de los recursos que utiliza de una manera que huele más a capricho que a decisión formal. Está claro que el aburrimiento no es una categoría estética, y que su director no tuvo ninguna intención de hacerle pasar un rato agradable a su audiencia. Ambas cosas son válidas y no deberían de ser puntos para descartar una película o considerarla «mala». El problema es que sus imágenes no tienen ningún peso, a menos que la idea haya sido convencernos de lo contrario a pura reiteración de los fragmentos dispersos que confunde por ideas. Por otra parte, el director de Windspiel cree que para hacer una película de los hermanos Dardenne sólo se necesita filmar la nuca de un protagonista chúcaro, sin realmente efectuar un análisis social o político. Cada golpe predecible de trama, y un actor principal que nunca se enteró que el registro se suponía naturalista, terminan por hundirla. No es un «film personal», sino «la idea de cine artístico y social que se destaca en festivales». Así perdemos todos.

La única película con algo de Uruguay en todo el festival (y sí, ese algo es César Troncoso) fue Benzinho, de Gustavo Pizzi, también otra película fallida. Una comedia costumbrista proletaria con algo de Ken Loach, otro poquito de Mike Leigh, y bastante de la tv Globo, narra los diferentes percances de una familia de clase baja con hijo que se va a Alemania a jugar handball y tía con marido violento (adivinen quién hace de ese personaje) que se termina mudando con ellos. La película es simpática y se deja ver cuando confía en mover de forma natural y dinámica a sus personajes dentro de un mismo encuadre, y pierde cuando busca un tono menos realista. Buena parte de sus virtudes y defectos están en la actuación de Karine Teles, la matriarca del clan, que encarna la falta de un tono definido que padece el mismo film, generando una empatía creíble por momentos y en otros confundiéndose en un psicodrama de contrabando.  De cualquier manera, Benzinho (que fue exhibida fuera de competencia dentro de la sección Voices) probablemente se estrene en Uruguay en el 2018, y en ese momento la discutiremos de una manera más extensa.

Final.

Volví de Rotterdam hace poco más de una semana. La ciudad y el festival fueron amables conmigo pero yo no pude evitar sentirme ajeno la mayor parte del tiempo. Fue extraño ver como sus habitantes llenaban salas a las 10 de la mañana con películas alejadísimas de la hegemonía cultural imperante, o saber de gente que se tomaba el día libre del trabajo para así poder aprovechar el festival. Fue un poco estar en «El Buen Lugar». Todo funciona a la perfección, todos son educados y cultos (y altos, muy altos), pero siempre está la duda de qué hace uno ahí,  y sobre todo, la sospecha de que están ocultando algo (pobreza, marginalidad, sordidez, represión) en los márgenes. O quizás sea solo paranoia y uno no está acostumbrado a que la gente tenga dinero y sea feliz. De cualquier manera, fue un buen panorama de un cine emergente que casi seguro nunca veamos en la triste y rancia medianía de la cartelera uruguaya.


 

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