EL CONFORMISTA Y NOVECENTO EN CINEMATECA

«En La estrategia de la araña me influenció la vida, mientras que en El conformista la influencia vino más de las películas. Uno puede decir que el punto de partida fue el cine, y el cine que me gusta es el de Sternberg, Ophüls y Welles… Esta es la primera película en la que controlé la iluminación, en el viejo sentido, verdaderamente clásico y profesional. La mayoría de los directores jóvenes rechazan la iluminación al verla como algo barato o kitsch; en esta película llegué a entender realmente lo que se puede hacer con la luz. Puedes lograr increíbles efectos para asistir a la psicología, narartiva, todo el lenguaje de la película. Cuando Sandrelli y Marcello se ven por primera vez, las ventanas apersianadas refractan la luz, con haces que pasan. Ayuda mucho a establecer la atmósfera de la casa.»

– Bernardo Bertolucci
Extracto de una entrevista con Marilyn Goldin (1972)

 

Encontrar una voz propia en el cine es un proceso que, por la naturaleza de la producción cinematográfica, puede llevar ejercicios de diversa índole dispersos en un período de varios años. Esto no es tan evidente como parece si consideramos el caso de Ermanno Olmi (1931-2018), quien desarrolla y exapande en El empleo (1961) las semillas temáticas y estilísticas que había plantado apenas dos años antes en su primer largometraje de ficción, El tiempo se ha detenido (1959), ya entrando a sus treinta con una sólida, sencilla y poética elocuencia que filma la ficción con ojos de documental, naturalismo y vida cotidiana bajo el lente una sensibilidad humanista. A Bernardo Bertolucci (1941-2018), que también falleció el año pasado, le llevó cuatro películas narrativas pararse firme fuera de la influencia formal e ideológica de Godard y Pasolini, este último quien lo empleó como asistente de dirección en Accatone (1961) antes de darle un guión suyo para debutar como director a los 21 años (La cosecha estéril, 1962). Si bien la cuestión de estilo es problemática ya que todo artista se «reinventa» ante las dificultades particulares de cada obra, y que señalar precursores puede pecar de erudición vacua, el hecho es que Antes de la revolución (1964), en la que se menciona Desierto rojo (1964) de Antonioni dos veces, no solo juega con los cortes, el ritmo, la música, la repetición de movimientos y puestas en escena de una manera que remite irremediablemente a Jean-Luc Godard, sino que además nombra a este cineasta cuando el protagonista y su amigo cinéfilo se juntan a tomar un café después de ver Una mujer es una mujer (1961). Citan a Hitchcock, Rossellini, Resnais, Rosi y Ray, y el problema del estilo se describe como uno moral. Antes de la revolución se sostiene mejor en la segunda parte cuando el indeciso vaivén entre raconto dramático y experimentalismo formal dan paso a la progresiva materialización de todo aquello que conflictuaba a los personajes principales en sus largos parlamentos, como el aburguesamiento de la juventud de izquierda y la posibilidad de una revolución real, la afiliación y acción en un partido político y en una pareja. Es cuando los personajes interactúan con un propietario rural en declive, una manifestación callejera del partido comunista y la realidad del matrimonio que el director toma cartas en el asunto para dramatizar ideas y conflictos de una forma más personal y efectiva.

Justamente, después de Partner (1968), su tercera película, Bertolucci madura sus coqueteos con el cinéma vérité y la Nueva Ola francesa en pos de un mayor cuidado y creatividad en la composición sin sacrificar su gusto por el movimiento. El lenguaje técnico de La estrategia de la araña (1970) visualiza su historia con simpleza y elegancia, dándole dinamismo y profundidad a sus encuadres con una justa pero ambiciosa orquestación de cámara y actores, la que deja siempre espacio para lo onírico. Aparece, sin embargo, en la escena en que el padre del protagonista le muestra su depósito de salames, súbitos fundidos a negros que entrecortan la acción como los que Godard utilizó en Weekend (1967). El fantasma seguía vivo. Es en el El conformista (1970), del mismo año, que la independencia artística se termina de concretar conscientemente, y de forma literal: la dirección y el número de teléfono del profesor Quadri, un docente de filosofía y activista exiliado en París que el regimen de Mussolini manda a matar, corresponden con los datos reales de Jean-Luc Godard. Para Bertolucci, cineasta ritualista que en sus entrevistas siempre habló del psicoanálisis, había que sacrificar al viejo maestro y dejar constancia en el trabajo mismo.

Basada en la novela homónima de Alberto Maravia (1907-1990, adaptado por Godard y De Sica, entre otros), El conformista sigue el paso de Marcello (Jean-Louis Trintignant), doctor en estudios clásicos con un ferviente deseo de encajar en la sociedad que se enlista como voluntario del estado fascista durante la Italia de los años treinta. Acompañado por su naif, pequeñoburguesa esposa Giulia (Stefania Sandrelli) y la sombra del sicario Manganiello (Gastone Moschin), se mueve de Roma a Paris al encuentro del antifascista Quadri (Enzo Tarascio), su ex-profesor de filosofía con quien reaviva una amistad a pesar de tener la misión de asesinarlo. Para darle más peso a sus tribulaciones está la esposa del profesor, Anna (Dominique Sanda, que tenía apenas diecinueve años pero ofrece un digno contraste a su actuación en El jardín de los Finzi Contini, también de 1970), de quien se enamora como si la hubiera buscado toda la vida. Permeada por las mismas preocupaciones sociales y psicosexuales de siempre, la trama de este thriller político avanza entre flashbacks y momentos donde la realidad exterior se confunde con la interior, parte del proceso de adaptación en el que Bertolucci sustituzó la trágica fuerza del destino de la novela con los designios del inconsciente. La principal lucha de Marcello es con su identidad en un entorno altamente represivo, ciudadano que busca ser ejemplar a pesar de estar en un rumbo violento a encontrarse con su propio –y para él corrompido– Rosebud.

Un Bertolucci energético e inagotablemente creativo escena a escena, como en la fiesta de casamiento que Italo, un empleado no vidente del estado fascista, hace en honor a su amigo Marcello: sumido en la penumbra de un subsuelo con vista a la calle, su enunciación de la palabra «¡música!» da inicio tanto al sonido de la pianista (también ciega) ocultada en la oscuridad como al paneo de la cámara que, una vez finalizado, ve las luces escenderse (globos chinos de diferentes colores) y a Marcello darse vuelta para descubrir a los invitados (todos ciegos y fascistas). Así explora el ojo de El conformista la topografía sus personajes y ambientes, abriendo cada escena con una impresión estética, a veces de alcance metafórico, simbólico, psicológico o meramente atmosférico, antes de llegar a lo que le concierne a la trama. Más pesadillezca es la violencia, entonces, cuando emerge de los rincones de un sueño, y esta fue una película que junto con otras (de Melville, por ejemplo) permitió que Coppola y Scorsese, entre otros del Nuevo Hollywood, pudieran imaginar sus historias de criminales y psicópatas con un despliegue técnico de estudio. Bertolucci opera a la par de otro joven en búsqueda de un vehículo expresivo que haga justicia a su arte, el incomparable director de fotografía Vittorio Storaro, logrando una destreza formal y lírica que siempre mereció su detenido análisis. Por la cantidad y calidad de sus aciertos se trata de una especie de milagro, sin duda un salto cualitativo, para el entonces director de 28 años que había crecido no con el cine sino a través de él, su juvenil promesa aún en búsqueda de un lenguaje propio. La época en la que transcurre la historia, por la que Bertolucci ya tenía fascinación, justificó la ampliación de la caja de herramientas para imprimirle a las imágenes un dejo de cine de los años treinta. Fueron variados e incontables factores, pero aquel desafío sin duda le hizo encontrar un nivel de artificio altamente calibrado donde mejor conviven la narrativa tradicional estilizada (más sus pulsiones políticas y dialógicas individuales) con una leve irrealidad psicocósmica. Es un milagro porque en la filmografía de este gran director nunca más apareció algo que tuviera este tipo de confección cinematográfica tan inventiva, musical y precisa, libre de excesos o manerismos innecesarios. Parte de su seductora convicción artística es la mirada, la cual quiere mantener cierta distancia con el protagonista y los eventos sin pasarse por alto lo peculiar, trágico o bello que hace a cada momento. El compositor Georges Delerue (1925-1992) es parte esencial de la chispa que enciende este mito de autodescubrimiento personal y social, terminando de formar lo que es una película tan increíble como El padrino (1972) pero de la que se habla mucho menos, y que, como muestra el siguiente trailer-homenaje, tiene hipnotismo de sobra:

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Este viernes 18 de enero Cinemateca proyecta El conformista en su sala 2 a las 19.55 hs. En los siguientes dos días, sábado 19 y domingo 20, reproducirá en la misma sala a las 19 las dos partes (en total 5hs y 10min) que conforman Novecento (1976), otro logro inimitable del director. Película que sigue a El último tango en París (1972), cuenta la historia de dos amigos que nacen el mismo día, uno hijo de patrón, el otro de campesino. Comparten la fecha, dicho sea de paso, con la muerte de una figura mitológica de la cultura italiana, Giuseppe Verdi (1813-1901), poniéndole el último clavo a la era que Visconti desempolvó en El gatopardo(1963). Lucha de clases, idealismo versus realidad e historia, identidad cultural y modernización capitalista, son algunos de los temas que ven a estos niños crecer por la primera mitad del siglo veinte, Robert DeNiro y Gerard Depardieu encarcando sus versiones jóvenes y adultas junto con las anteriormente mencionadas Sandrelli y Sanda. Es tal vez la película más autobiográfica de Bertolucci en lo que refiere a sus primeros años y, según él, tuvo que recrear su niñez para perderla una segunda vez. Mantiene a Storaro pero pone en la batuta a Ennio Morricone con una de sus más expresivas bandas sonoras; el relato está empapado de una nostalgia (mucho más personal que la de El conformista) articulada no solo a través los detalles epocales sino las paletas de colores que caracterizan a las diferentes estaciones, una reservada para cada etapa de la vida y momento en la historia de Italia. Los brillantes Burt Lancaster (1913-1994; fue el aristócrata protagonista de El gatopardo) y Sterling Hayden (1916-1986) pasan desapercibidos como abuelos y patriarcas italianos de la clase hacendada y campesina, respectivamente; valor agregado de caricho cinéfilo al tratarse de icónicos actores hollywoodenses de los años cincuenta que le dan vida a la vieja guardia (Burt Lancaster firmó sin su agente de por medio porque Bertolucci jamás hubiera podido pagar su sueldo real). El otro norteamericano que prestó su carismática presencia para personificar una fuerza social es Donald Sutherland, sonrisa demoníaca y ojos azules al frente los camisa negra.

Es una épica italiana de una explosiva riqueza formal que abarca diferentes épocas, escenarios, multitudes de actores y desafíos narrativos (es especialmente interesante contrastarla con El árbol de los zuecos de Olmi, otra obra maestra que se centra en el campesinado italiano, aunque de 1978 y mucho más íntima en escala). Bertolucci tenía 35 años cuando la estrenó pero nunca igualó su audacia y energía a pesar de la grandiosa belleza de El último emperador (1987). Novecento tiene varias de las virtudes de El conformista, pero su técnica es aun más propensa a seguirle el vuelo a la emoción, con mucho más para contar y mayor cantidad de contrastes anímicos; una muchacha, parada en un enorme fardo de trigo, le comunica emocionada a sus compañeras lo que ve en el horizonte en plena liberación antifascista al final de la Segunda Guerra Mundial: la cámara hace eco de ese entusiasmo al acercársele varias veces y de diversos ángulos con ágiles movimientos de grúa. Mientras, la música de Morricone florece a la par de esa primavera que la fotografía captura con profundos verdes, celestes y naranjas. En algunas de las escenas nocturnas, Storaro emula con gran fineza los claroscuros de Joseph Wright, referente pictórico de la Revolución Industrial. El ojo que mire atentamente lo que ocurre a los costados y al fondo de la pantalla verá ciertos detalles efímeros, como cuando los ancianos analfabetos terminan su lección en la escuela popular y se congelan mientras la cámara los va dejando fuera del encuadre, que le dotan a la narrativa su toque onírico. Si bien Bertolucci ya había empleado este recurso en El conformista, en Novecento sugiere la infundada pero irresistible comparación con el realismo mágico de la novela Cien años de soledad (1967), otra crónica familiar que transita por el novecientos. Ambos filmes están llenos de un magnetismo vivaz e intoxicante, y son especialmente dignos de ver en la gran pantalla de una sala oscura para la cual fueron originalmente pensados.

Dijo Bertolucci, entrevistado por Dacia Maraini en 1973, sobre una forma de sentir que le legó su padre: «La nostalgia del presente que muere en nuestras manos. Otra cosa era su manera de vivir en el momento presente de una forma no traumática, siempre celebrando la vida. Para nosotros, en el campo, todo era ritual, poesía, ya sea el nacimiento de un ternero o el enterramiento de un campesino, o incluso la aparición de luciérnagas en verano. Estas cosas se experimentaban como un cierto tipo de expresión poética antes de ser hechos reales. No había diferencia entre una «neurótica rosa blanca» que mi padre describió en su poesía y la rosa real blanca que florecía en mi jardín. Crecí en un paraíso terrenal donde las realidades poéticas y naturales eran una.»

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