CINCO DÍAS EN EL BAFICI 2018

Diario de Festival

Miércoles 11

Llegada. Buenos Aires le recuerda a un montevideano que estuvo semi-muerto, viviendo un espejismo provinciano. Ver el programa del BAFICI 2018 (incluso después de sentirse agobiado por el del festival de Cinemateca) es casi deprimente: la oferta es obscena, más si uno vino por apenas unos días. Por si la oferta del BAFICI no fuese suficiente, está el BAZOFI,  un festival  con rarezas y películas clase B, que también abre hoy de noche, a la misma hora, y dura los mismos 11 días, exhibiendo joyas en celuloide, para deprimirme mejor. La apertura es con la comedia Crazy Mamma (1975), de Jonathan Demme. No llego a ninguna apertura ni a la fiesta posterior. Flavio sí. Me contó que la función del BAZOFI estuvo hermosa. Había algo así como 40 personas y la presentó Fernando Martín Peña, la cabeza detrás de toda esa demencia. Crazy Mamma es básicamente un borrador de las comedias neuróticas que Demme haría en los 80s (como Totalmente Salvaje y Casada con la Mafia), y que tiene todo el humanismo y ternura de su mejor cine, además de esa cualidad rarísima de cambiar de género ya no de una escena a la otra, sino dentro del mismo plano. Flavio me dice que siempre es una belleza ver los primero planos de gente mirando a cámara que hace Demme, y que la copia en 35mm estaba virada hacia un rosado que la volvía algo parecido a ver una película hogareña desacatada. Es decir, la volvía algo incluso más encantador. Me lo perdí. Mañana empieza la cosa para mí.

 

Jueves 12

Toda la zona del cementerio de Recoleta es habitada por el festival. Antes, parece, las instalaciones se ponían adentro del Centro Cultural Recoleta. Llegando a la zona donde se retiran las acreditaciones empiezo a ver camiones de rodaje y gente caminando con una tira roja colgando del cuello: es la acreditación. Estoy cerca. Retiré la mía y juré por dentro no lucirla por la calle haciéndome «el coso». Improvisadas estructuras de madera prensada donde hay computadoras con internet y gente muy amable dispuesta a explicarte lo que haga falta, son el «punto de encuentro». Cerca hay camiones y carros de comida. El tamaño y coordinación de la organización es descomunal.

Me encuentro con Flavio, almorzamos y nos metemos al cine. Él a un mediometraje documental sobre un músico de los años ’80 que está en la sección Vanguardia y Género, yo a una ficción ecuatoriana que se llama Agujero negro (2018), de Diego Araujo.

Me recordó a Los Modernos (2017) en un sentido, pero es mucho peor. Los Modernos aprovechaba la tradición cinéfila, pero hacía su propio viaje. Esta, en cambio, reproduce de la peor manera clichés de cine importado, sin aportar nada salvo una pose hipster horrenda. Acompaña de forma bastante complaciente a su protagonista varón -un improbable escritor treintañero en permanente malestar y crisis creativa- que se manda cualquier cagada a pesar de tener a su mujer embarazada, so-pretexto de estar creando, y se redime en 15 minutos, conmovido por el retrato ecográfico de su futura hija y todo se le arregla volando gracias a los beneficios del montaje. Las actuaciones sobre-gesticulan entre mucho y muchísimo, transitando entre lo exagerado y el ridículo. La película, con falsa modestia, pretende aleccionar a su personaje, pero termina cayendo en varios de los tics que le remarca, además de retratar una imagen idílica, acomodada y naif de la creación. No pude dejar de pensar en la urgencia de relatos que no pertenezcan a la gente blanca de clase media-alta y que surjan otros desde otras clases sociales, algo de lo que planteó Martel en Colombia: «el cine es una máquina más de exclusión». Agujero Negro lleva con orgullo esa bandera.

Flavio la pasó mejor en Electro- Pythagoras (2017). Se trata de un documental sobre Martin Bartlett, discipulo de John Cage, pionerx de la música electrónica, interesado en las atonalidades de la música india y en la construcción de nuevos aparatos y sintetizadores. El documental es coherente con una personalidad tan fuera de cualquier parámetro, y por lo tanto evita la chatura de las entrevistas a cámara. En cambio se sumerge en materiales de archivo, en la lectura de cartas que Bartlett mandaba a amigos, familiares y amantes, así como en recreaciones no tanto de la vida de Bartlett sino de los lugares que este recorría. Me dice que probablemente la película le gustó porque le gusta la primera música electrónica y también la estética de ingeniero nerd de principio de los 80s. Cuando le pregunté que diablos quería decir eso, me dijo algo en plan: «paredes con barniz… figuras geométricas… lentes cuadrados…». También me dijo que viera Computer Chess (2013), que ahí iba a entender de qué estaba hablando. Así no se puede.

Electro-Pythagoras: a Portrait of Martin Bartlett (2018) de Luke Fowler

Corremos al subte para llegar a Adventures en Public School (2018), comedia canadiense del actor Kyle Rideout, después de su pretenciosa ópera-prima Eadward (2015). En Adventures… Rideout pega un volantazo, componiendo una comedia sencilla y ligera, en el mejor de los sentidos. Es todo lo que encontraba en Cinemax o I-SAT cuando era adolescente y la televisión por cable todavía conservaba algo de dignidad. Películas impredecibles, que para un espectador mainstream como yo contenían el beneficio del desconcierto. Me pasó eso. Es una comedia subida de tono, sin realismo, lo que refuerza cierta soltura y humor fresco: funciona. No es la quinta maravilla pero después de Agujero Negro, disfrutar de esta película me devolvió el entusiasmo en el festival.

Salimos y de vuelta corremos para llegar a la función 35mm de The Curse of the Cat People (1944) en el BAZOFI, aquella película producida por Val Lewton, quien tuvo mucha libertad a principio de los ’40 para crear cine de terror en la RKO, con presupuestos bajos y duraciones menores a 75 minutos. Entre los títulos que produjo en ese período está este, que Flavio me dice le gustó más que Cat People (1942), que a mí me encanta. Quedé medio entumecido. En su momento ya tenía que ser un película rara y hoy es un OVNI del pasado. El desenlace me emocionó y tiene pasajes prodigiosos en recursos formales, pero es una película extraña y fallida, mejor que cualquier cosa funcional y acabada, claro, pero desconcertarte igual.

A la salida estaba empezando un show de stand-up amateur en Hasta Trilce, lugar donde el BAZOFI instaló su proyector para estos 11 días de exhibiciones en fílmico. Nos compramos una birra artesanal, nos regalan un platazo de palichips (¡aleluya, Buenos Aires!) y nos quedamos un rato. Antes de volver a la casa me encuentro con una amiga, Vanesa Butera, actriz, que hace pocos meses terminó de actuar para Adrián Caetano en la serie de Sandro. Tomamos más birra y me dice que Caetano es el mejor director con el que trabajó en su vida.

 

Viernes 13

En esta edición se exhibe por primera vez Un Tal Eduardo (2018), el nuevo documental del uruguayo Aldo Garay, producido por Micaela Solé, sobre el difunto cantante de Los Iracundos, Eduardo Franco. Entre la película y yo está el sistema de transporte bonaerense que ya me tiene cansado porque a las horas que tengo que tomarlo (en la mañana y en la tarde) siempre va colapsado (el subte) o demora un disparate (el ómnibus). Salgo volando porque no estoy seguro si llego.

Cuando entré a la sala estaban los créditos. De noche, cuando los entreviste, me daré cuenta que me perdí una escena importante, al comienzo. Conozco y me apasiona la filmografía de Aldo, pero igual siempre me sorprende. Tiene un sentido agudo para elegir sus temas, desmarcarse de banderas temáticas, mantenerse fiel a sí mismo (en cuanto al estilo, la mirada) y a su vez renovarse. Creo que su cine se está depurando cada vez más. Ya me había pasado con El Hombre Nuevo (2015), que me resultó complejísima en su estructura, como un sin-fin de puertas que se van abriendo y construyendo la complejidad de la protagonista, con multiplicidad de recursos y estableciendo evidentes pactos que le permitía quitar la «espontaneidad» de las personas, pero abrazar una forma exagerada y desconcertante de mostrarlos.

Acá la extravagancia de los personajes llega a lugares más increíbles e impensables, logrando no juzgarlos o ridiculizarlos -que hubiese sido lo más fácil. En cambio consigue individualizarlos, en sus detalles y paradojas, componiendo un mosaico de pequeñas piezas muy extrañas, en ese inmenso culto a Eduardo Franco, del que no tenía idea.

Me encanta como invoca lo divino y quizá es el mejor ejemplo de cómo evita la ridiculización, al tratar lo «bizarro» sin perplejidad. El personaje que cuenta haber recibido mensajes de Eduardo Franco desde otra dimensión, es presentado en el campo donde visita un altar, en un día nublado de cielo gris líquido, con el que parece fácil sentir el gran panteón de fuerzas inciertas que se mueven por encima de la conciencia humana. Allí también está Franco. En toda la película la fe católica se cruza de algún modo con la fe del fanático, con lo pop. El resultado es mucho más verdadero que casi todo.

Las Vegas (2018) de Juan Villegas

Lo más difícil de un festival, me parece, es el poco tiempo que se tiene para digerir las cosas. Salimos de Un Tal Eduardo y nos metimos 10 minutos después a Las Vegas (2018), de Juan Villegas. Una comedia veraniega que se codea con Rejtman y Rohmer, medio cruzado capaz con el cine clásico italiano: diálogos ágiles, over-lap, cierto costumbrismo histriónico, conflictos familiares tratados desde la comedia. Me resultó agradable, fluye y me hizo reír varias veces -sobre todo con la madre, que está muy bien. Además se la juega con varios planos secuencias largos, que refuerzan las actuaciones.

Me voy a Belgrano. Detesto y adoro el subte en cantidades iguales. Hacinado, llego y a pesar de haberme ido hasta la última estación de la línea verde, salgo y sigo estando en una avenida atestada de gente. Entro a ver Jaune Femme (2017), que viene laureada de Cannes (lo que no me significa mucho), y narra la historia de una mujer rota por una separación que trata de reencontrarse a sí misma mientras busca trabajo y un lugar donde vivir en Paris (lo que me entusiasma más). Está bien, la disfruté, la actuación de Laetitia Dosch está buena y su transformación en el transcurso de la película está bien llevada. De algún modo se trata de su proceso de empoderamiento e independencia, más allá de referentes paternos o maternos. Ella es su peor enemiga. El desequilibrio con el que arranca se va desdibujando en matices que no permiten trazar con facilidad esa supuesta línea que separa la cordura de la locura. Para cuando cambia, no es tan fácil precisar cuándo y cómo se dio ese cambio: eso es interesante. Igual, la verdad, algo no me cierra del todo: no sé qué. Flavio (al cual me encuentro unas horas después) parece que la pasó horrendo en Rabot (2017). Un documental de creación sobre los inquilinos de un edificio a punto de ser derrumbado en un suburbio pobre de Bélgica, cuyo énfasis es mostrar lo grotescos y rídiculos que son cada uno de ellos. Ejemplo: una pareja de viejos a los cuales sólo los muestra cuando comen (y comen mal), y cuya directora, Christina Vandekerckhove cree de lo más pertinente elevar el sonido de deglute y mastique a 11 dB para que a todos nos quede «clarazo» (la expresión es de Flavio) que sí, que son un asco. La película, según él, ya evidenciaba que iba a ser obvia y estúpida desde el principio: una voz en off sobre fondo negro diciendo «Cuando hay muchas aves en el mismo nido es obvio que se van a terminar picoteando». Plano siguiente: unas aves en una habitación, picotéandose. Por qué no huyó en ese mismo instante es una de las cosas que Flavio se repetía a gritos cuando me lo encuentro. También se preguntaba quién diablos le había recomendado ese bodrio y por qué: le recuerdo que fue una de las jurados que conoció en Rotterdam.

Vuelo a la casa donde me hospedo, meriendo, levanto el grabador y salgo de nuevo para entrevistar a Aldo Garay, primero, y a Juan Villegas después. Los dos se muestran frescos y generosos, el ánimo alegre del festival se deja sentir en estas conversaciones.

 

Sábado 14

Sueño con una sala de cine atestada de gente donde se proyecta una película latinoamericana. Miro la película y pienso que es lo más genial que vi en mi vida (no recuerdo nada de la película, salvo un gusto a hojas quemadas[?]). La sala se incendia y cuando intento salir se convierte en un metro de Buenos Aires, donde caigo y la gente me empieza a aplastar. Despierto sobresaltado y salgo apurado para hacer la cola en la Usina del Arte de la Boca para ver a John Waters. Estoy exhausto. Creo que lo que me cansa es trasladarme en Buenos Aires, no las películas, aunque el sueño me plantea una cierta urgencia por salir del cine… Demonios.

La Usina del Arte es un lugar maravilloso. Conseguimos nuestras entradas y recorremos el lugar, montado en un viejo edificio reciclado, albergando un auditorio para 1.000 personas, colosal, más espacios para muestras, un café, una zona al aire libre con instalaciones artísticas. Enfrente también, un espacio público hermoso, con un diseño novedoso y habitable. Las calles aledañas, barriales, probablemente van a ser gentrificadas en los próximos años. Casas viejas y medio derroidas, lo que las llena de vida, con grandes murales graffiteados en paredes monumentales: precioso el paseo, Diego, gracias.

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Waters es de las personas más encantadores que no conozco. Lo tuvieron de acá para allá los del BAFICI, presentando películas, filmando un video con la Coca Sarli, en esta charla de la Usina, en otra mañana y el viejo sigue todo el tiempo alegre, fresco y con su inconfundible visión mordaz de la vida. Es fascinante escucharlo. Grabamos la entrevista así que vamos a postear algunos momentos destacados en el correr de estas semanas.

Cuando termina la charla quiero tomarme un descanso y decido no ir al cine, a pesar de que me pierdo la parte uno de La Flor (2018) (esa demencia de 15 horas que hizo Mariano Llinas) y Pink Flamingos (que resulta que la pasaron en 35mm y en una versión inédita). El destino me castiga, asi que me acuesto temprano.

 

Domingo 15

Estoy descansado. Dormí como un oso y no me acuerdo lo que soñé: para andar soñando con cines que se incendian y con el subte, mejor no soñar nada. Tengo tiempo para llegar a la sala asi que me tomo un ómnibus y voy recorriendo la ciudad tranquila cual turista.

Entro a la función de prensa de El Silencio a Gritos (2018) de José Campusano. Campusano es exactamente lo que prefiero antes que la berretada ecuatoriana aquella. Alguna gente se reía en la sala con la actuaciones de los no-actores en esta película. Si uno aplica criterios de la tradición occidental del cine, en cuanto a las actuaciones, el timing, la fotografía y el canon de la alta definición, se queda afuera. Esos paradigmas no podrían importarle menos a Campusano: su cine es rústico en el mejor de los sentidos. De hecho, el año pasado vi su película anterior, El sacrificio de Nehuen Puyelli (2016), que tenía una cosa más elaborada y funcionaba peor. No me molesta que El Silencio a Gritos se parezca a una telenovela, no me importa que las actuaciones no sean «verosímiles», porque todos esos elementos los usa en otro sentido. Si es una telenovela, es una que sucede en el Alto de La Paz (la zona más pobre de la capital andina), y que aborda la terrible situación de abuso enquistado en la cultura del lugar. Ese corrimiento me genera desconcierto. Si bien la técnica, acorde ciertos criterios, no es vistosa: lo que representa es desolador. No hay resguardo para las protagonistas, que incluso cuando apelan a la iglesia, encuentran el mismo quiste ideológico. Para Campusano es mucho más importante lo que se imprime en la película cuando uno dispone ciertas condiciones de realización, que la tradición formal que permite recrear las historias. No le interesa ir al Alto y filmar «bien», sino ir y hacer emanar de esas calles, esos rostros y esas historias, un vestigio de verdad. Sin filtrar por el peso de la tradición y el «buen gusto», esta película de Campusano es uno de los retratos más desoladores que vi en el último tiempo. Todavía no termino de digerir su nefasto final pero ya tengo que entrar a Las Hijas del Fuego (2018), de Albertina Carri.

Redoblo en perplejidad. La Carri se mandó una road-movie porno lésbica sin precedentes. Hay una voz en off en algunos pasajes narrando reflexiones de la autora. Quizá resulta fuera de tono en algunas partes, pero en otras abre ideas increíbles, como cuando se pregunta qué pasa si en la porno los cuerpos no son desprovistos de su subjetividad. Una pareja de mujeres emprende un viaje en el que van reclutando mujeres y haciendo orgías cada vez más multitudinarias, hasta el desenlace en el que todo se vuelca sobre una sola. La película es grosera por gusto, un gesto provocador del que es imposible permanecer indiferente. Después de verla se disparan infinitos terrenos inexplorados, como ese plano inicial de la Antártida. ¿Es  una quimera? No lo creo, si bien es extraña como la nada misma.

Salgo y ya se está formando cola para la charla de Waters en el Village Recoleta, más interesante que la de ayer porque lo entrevista Diego Trerotola, crítico, comiquero, militante oso y básicamente todo lo que está bien en la vida (esto lo acota Flavio). Trerotola devoró el cine y los libros de Waters. Me uno a Flavio y a su novio Diego,  y nos disponemos a pasar dos horas parados. Unas trabajadoras del Village cuentan la gente que está en la cola y detienen la cuenta justo adelante de nosotros. No lo puedo creer, internamente pensé varias veces en este momento: el día que haga dos horas de cola y me cierren la ventanilla en la cara. Pero no pasó: conseguimos nuestras entradas. Un amigo de Flavio ideó una estrategia para colarse: no la voy a relatar porque la estrategia salió bien, nadie se perjudicó salvo el sistema. Gol.

La charla es mucho mejor que la de ayer, perfilada a la creación literaria de Waters. También fue más breve y menos abarcativa, lo cual es bueno. Alguien le preguntó a Waters si se acordaba de sus sueños. Contó que anoche soñó que se encontraba con Justin Biber en Buenos Aires y agregó que eso es bueno, porque le gusta Justin Biber.

Para terminar con nuestra dosis de Waters, compramos una fugazzeta en La Continental y nos fuimos al parque de Recoleta a ver Hairspray (1988) al aire libre presentada por él, en su última aparición del BAFICI.  Hairspray fue un éxito rotundo: se hizo un musical, una remake… Waters contó que una vez estaba en un programa y dijo en joda que habría que hacer «Hairspray on Ice», y lo llamaron para decirle: «nos interesa». «Cualquier cosa que se haga con Hairspray será un éxito», dice, y sugiere ir pensando en «Hairspray en el espacio». Otra cosa interesante, Waters dice que ya no se puede poner a chicas gordas a interpretar a Tracy por la censura de lo «políticamente correcto» y cuenta que vio Hairspray protagonizado por una chica negra en el papel de Tracy, lo cual «no tiene ningún sentido». La película mantiene intacto su humor y frescura.

Me tomo el 92 y termina mi último día entero en Buenos Aires. Mañana vuelvo a Montevideo.

Expiación (2018), de Raúl Perrone

 

Lunes 16

Salgo apurado para llegar a la película de Raúl Perrone, Expiación (2018). Ni bien entro (tarde) a la sala, me irrita los ojos el plano sostenido sobre tres personajes sentados que declaman frases largas, mientras miran impávidos fuera de campo y después deambulan por la casa en ruinas, en secuencias «poéticas». La imagen está retocada con un filtro berreta, los actores no parecen tener ni idea de lo que están haciendo (a pesar de hablar sin parar) y todo avanza con una rimbombancia que me causa malestar y decido abandonar la sala. Quise gritar antes de salir «¡Andate a cagar, Perrone!» pero no me animé. Detesto que escriba sus manifiestos anti-autor para después hacer ese supuesto cine de barrio que en realidad es super-pretencioso y petulante. Me prometo que nunca más voy a ver una película de Perrone, al que no le creo nada, y me compro un café para intentar subsanar con un acto consumista la rabia que me generó. Por supuesto, no funciona.

Flavio, que llegó temprano y la vió entera, me dijo que el único mérito que le encuentra es que es una película dónde uno puede entrar y salir en cualquier momento porque en realidad no importa. También dice que el problema no es que no sea narrativa o sea lenta, el problema es que parece un videoarte uruguayo del 95 hecho en VHS, pero muchísimo peor. Por último, agrega que quizás en algún momento vuelva a ver películas de Perrone, más que nada porque su manifiesto y su forma de hacer cosas le resultan simpáticas (más allá que su resultado nunca lo termina de convencer, y en este caso directamente lo aborreció), pero que va a pasar bastante tiempo antes de hacerlo.

Quería ver de nuevo la de la Carri pero está agotada. Al azar, elegimos con Flavio Amor Urgente (2018), de Diego Lublinsky. Un lindo cierre para mi primera experiencia como periodista en un festival: película hecha entera con retroproyección de las escenografías y con adolescentes como protagonistas. Se mete en el imaginario adolescente bien y le saca ventaja a la artificialidad que evidencian sus recursos. De hecho, lo hace tan bien, que es creíble en todo momento. Nota aparte merece la actuación de Paula Galinelli, que no va a demorar en convertirse en una estrella en Argentina. A Flavio le gustó bastante, aunque se quedó con dudas. Después se enteró que el director en realidad era la persona que estaba detrás del programa Sorpresa y 1/2. Ahí se quedó incluso más perplejo.

Satisfecho, hago un último paseo por Corrientes, me como un pizza con fainá en Guerín, recorro unas librerías sin mucho interés y a las 18hs dejo Buenos Aires.

FIN.

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