#3: LA LA LAND (2016)

Nostalgia de la Verdad

Algo que sigue vigente en los musicales de la época de Stanley Donen, Gene Kelly y Fred Astaire, aún casi setenta años después de filmados, es que entre los decorados aparatosos y los personajes de sonrisas insoportables, hay bailarines y coreografías que, bordeando a veces lo acrobático, son bastante sorprendentes por la destreza y la calidad que despliegan. La La Land es una comedia musical curiosa en este sentido, porque en ella ninguno de los dos aspectos del género -el canto o el baile- se destacan en lo más mínimo por su calidad, su desempeño o su originalidad. Más bien si algo queda en ella de aquellos musicales es lo aparatoso, los colores incómodos, los decorados innecesarios, las sonrisas forzadas y las actuaciones grotescas. Y no mejora, no importa cuántas veces se diga la palabra jazz, Miles Davis, Ingrid Bergman o Casablanca. Ni Ryan Gosling ni Emma Stone se destacan como cantantes o como bailarines. Más bien lo contrario. Y tampoco -lo que empieza a ser sospechoso- hay una intención a la vista por naturalizar el poco talento de los personajes en el canto o en el baile, en un posible encare más naive donde veríamos bailar y cantar a «gente corriente», por imaginar algo. Nada menos parecido. La La Land es sencillamente muy chata (aunque intenta ser grande) y las canciones y las coreografías son solamente simplonas.

De lo no-musical queda poco, porque además de que, como es natural en el género, todo los puntos «altos» están envueltos en canto y baile, las vueltas dramáticas son en general forzadas y la historia en sí no tiene una sustancia que la despegue del promedio de historias de amor habituales de Hollywood (más bien es de sus peores costados). Quizá lo único que no hace cien por ciento insufrible la experiencia sea la elección de los protagonistas, Ryan Gosling menos-bolsa-de-papa que Emma Stone, pero a fin de cuentas unos encantos andantes que es como sentarse a ver un especial de delfines. Sino serían insostenibles escenas que, emulando viejas películas en su afán caprichoso de homenajear a lo loco, parecen olvidar la inocencia con la que terminan resolviéndose. Lo que en los ’50 era alarmante hoy no lo es, y eso no puede ignorarse. Y no es el hecho de que no haya un beso real, una escena de sexo o un poco de piel (que no la hay en lo más mínimo y quizá sea parte del problema), sino el hecho de que escenas tan insólitas como la primera (la del embotellamiento) no pueden terminar así, sin un comentario extra, sin la aclaración de que en parte todo puede ser tomado con humor y cierto descaro; sobretodo una escena donde cientos de conductores atascados en Los Ángeles se ponen a bailar arriba de los autos, a cantarle al día soleado y donde sus ropas combinan con los autos, todo en colores primarios. Demasiada inocencia que al final, digamos, funciona como muestra perfectamente resumida, en tono de advertencia, de que en la película de Chazelle nada será tomado en joda. Y si algo nos enseña es que determinadas cosas son muy difíciles de hacer en estos tiempos y de esos modos. Pero para él todo es delicadamente nostálgico y deberá ser tratado con respeto, y nada de lo que se diga es discutible.

La cosa es más problemática cuando reluce el hecho de que la película no es consciente de sus carencias, y confía a pleno en que homenajear compulsivamente es remedio para cualquier producto mediocre. Como si todo trabajo creativo pudiese ser desplazado por el copie y pegue, con el que sólo aquellos cinéfilos más o menos vistos y entendidos (especifíquese: seguidores del Hollywood clásico con inclinación hacia el musical, ante todo) podrán ver desfilar escuálidas referencias a las escenas que reposan en su memoria, de la misma manera que se ven las fotos viejas de un pasado dudoso (“la época dorada”) y podrán señalar con el dedo y comentar con su compañía de turno sobre aquellas películas que “qué buenas que eran, ya no las hacen así, ahora todo es violencia y chistes de pedos”, lo cual es falso (muy falso) a menos que nos remitamos al cine de Hollywood que atosiga nuestras carteleras durante todo el año, el mismo Hollywood que nos está vendiendo ésta película que lo homenajea y lo redime. (Y no podemos evitar notar una jugarreta macabra y responder a la pregunta del colega Belo).

Igual, sería muy dramático ponerse a patalear y alarmarse porque Hollywood trate de cuidar su espalda, de inflar sus propios productos e intentar vender la mejor versión de sí mismo. También es desmedido enojarse si gana todos los premios a los que fue nominada, como es desmedido odiar a Damien Chazelle por haber sido elegido como el joven que Hollywood necesita para hacer lo que Hollywood necesita que se haga. Lo que sí es curioso es leer reseñas (extranjeras y locales) que se dedican a reafirmar lo increíble de la “nueva” comedia musical (o a comentarla sin muchos reparos) posiblemente de manera desinteresada. Es decir: gratis. Sin necesidad además, porque bien si los americanos se regodean, pero de ahí a chuparle las medias hay un abismo. Porque bien podemos quejarnos de los muros y las leyes xenófobas que propone Estados Unidos, pero no vamos a relajar a la inocente película del rubio y la pelirroja que se la pasan cantando y bailando, por más que sea una película que retrata con descaro e inocencia la persecución obsesiva detrás del sueño americano, y el abandono de la libertad en función del progreso económico. ¿Por qué no? No se comprende.

En fin. No debe haber nada tan eficiente para revivir y devolver el valor y el interés sobre el pasado (lo cual puede ser muy necesario) como la regeneración de los viejos géneros y las viejas corrientes, a partir de nuevas perspectivas y nuevas formas de construir sobre lo mismo. Y La La Land nos lo enseña haciendo exactamente todo lo contrario, con su resultado más bien retrograda y excluyente. Porque la falta de búsquedas, la inexistente brisa de aire nuevo que sobrevuela cada escena, lo único que hace es enterrar con ella todo lo que intenta homenajear, remitiendo con insistencia a un pasado lejano e impreciso para la mayoría de las generaciones actuales, y dejando básicamente una sola salida feliz: no volvamos jamás a intentar algo nuevo. O quizá todo sea menos dramático y se trate de una simple comedia cantada que no está para aleccionar sobre la vida o el arte, y en realidad estamos perdiendo el tiempo. Pero la (falsa) inocencia debe ser puesta en duda. Más bien, todo debe ser puesto en duda. Y ante la ceguera general, preferible es patalear y olvidarse que hace calor, al menos por un rato. No es que haya nada contra el optimismo eventual de la comedia. Nada menos parecido. Simplemente este no es el caso. Más bien es una película que nos quiere tratar de boludos.


La La Land, 2016. Dirección: Damien Chazelle. Elenco: Emma Stone, Ryan Gosling. Duración: 127 min.


 

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