ZAMA (2017)

Por Agustín Fernández y Flavio Lira

Algunas películas son difíciles de abordar en su totalidad, aquellas que construyen un universo tan amplio y que sugieren una cantidad tal de puntos de contacto -no solo con el mundo de lo cinematográfico- que dejan la sensación de que, por más que se diga mucho, van a quedar cosas pendientes de las que hablar. Zama, es una de esas, que además de estar basada en una novela que ya había intentado llevarse al cine por Nicolás Sarquís en un proyecto que fue abandonado (y que le dio la marca de proyecto maldito), es de una directora que en cuestión de tres películas se volvió de culto, que no filmaba desde el 2008 y que vuelve con una obra cuyo principal atractivo, y al mismo tiempo aquello que la hace confusa y frustrante, es justamente su condición de inabarcable.

Lucrecia Martel es una de las pocas reales directoras del cine latinoamericano, una narradora elíptica, donde el trabajo de cada escena la vuelve un universo contenido y autosuficiente en sí mismo, al tiempo que forma parte de un tono general. Después de los diez años que pasaron desde La mujer sin cabeza (2008) demuestra que es capaz de seguir haciendo lo que hacía, e incluso mejor, como si hubiera logrado –más, o menos a conciencia- reunir todas sus virtudes y particularidades, concentrarlo y sumarle un trabajo de época (que es personal, lejos de los esquemas habituales) y una visión estética nueva en relación a la de sus otras películas. Eso al menos hasta la hora y media; el tramo final es –sencillamente- de otro mundo, aún siendo habituales las rupturas narrativas en sus films. En La Ciénaga (2001), todo el devenir errático por las idiosincrasias de las familias protagonistas, el calor insoportable, el griterío de los niños y de los adultos, funcionan como insumos para el final  que no llega a ocupar siquiera un fragmento significativo (en tiempo de metraje digamos) sino que se concentra todo en unas pocas escenas, donde la saturación previa se aplaca, porque los personajes están de luto. En La mujer sin cabeza, el impacto llega al principio, y el resto es más bien una serie de consecuencias desatadas por esa primera tragedia. En Zama es distinto, porque el quiebre se da en el último tercio y se sostiene hasta el final, pudiendo tomarse como un nuevo capítulo dentro la misma historia. El registro cambia rotundamente, los personajes ya no están enmarcados en el encierro de las “oficinas” (despachos precarios) y sus viviendas, sino en la amplitud de la selva y las playas, y se pasa del drama a la aventura sin preámbulos. Y cuando se habla de aventura es aventura en serio: con caballos, indios, flechas, persecuciones, sangre, complots entre los peregrinos; es decir, algo que Martel jamás había explorado. Lo que sucede entonces, es que aparece una nueva (otra) Martel, que oscila entre el surrealismo, la crudeza, el western, el terror, el regodeo estético y la tragedia en carne viva. De nuevo: todo lo que en su obra hasta ahora eran indicios de estas intenciones (el terror en La ciénaga y la subjetividad engañosa de un thriller de La mujer sin cabeza) en Zama está llevado a un nuevo límite.

Este último tercio puede llevar a pensar en una letanía de influencias o de semejanzas con otras obras, otros autores, los cuales incluyen desde el Leonardo Favio de mitad de los 70s (Juan MoreiraNazareno Cruz y el Lobo), Glauber Rocha (en particular Cabezas Cortadas) e incluso Werner Herzog (con Aguirre a la cabeza, pero también, por su sensación hipnótica y de extrañeza, Corazón de Cristal). Todas estas referencias apuntan a un cine alucinado y salvaje, del cual sin dudas Zama forma parte, pero en última instancia están aprehendidas de tal manera que no tardan en volverse imprecisas y eventualmente falsas. En vez de estar del lado del protagonista «heroico», que nos lleva de la mano en las aventuras de Favio, Glauber o Herzog, aquí estamos aprisionados en el interior de un burócrata en total decadencia, anémico, cuyos únicos movimientos son fallidos y hasta estúpidos. Martel no intenta demostrar lo contrario o hacernos sentir cómodos en nuestra posible identificación o empatía. Zama (el personaje) no crece ni evoluciona. Su búsqueda de la aventura tiene como único fin irse de su puesto y encontrar una vida más cómoda en un lugar que siente más civilizado y más cercano a su ideal europeísta. No quiere escapar de la ridiculez innata de llevar un peluquín en el clima agobiante y tropical de Paraguay, sino buscar un lugar donde el bisoñé se sienta más a gusto.

 

Estar frente a Zama es estar frente a un bicho raro, escurridizo y huidizo, que se nos avalanza y al mismo tiempo nos evade, como los pescados de la brevísima secuencia de títulos. Esos peces que las aguas no quieren y tienen que luchar constantemente para no ser arrojados a la tierra somos tanto los espectadores como el personaje titular interpretado por Daniel Giménez Cacho: nunca podemos ver del todo, ser testigos completos de lo que está sucediendo.  Las cosas se nos revelan en fragmentos de imagen y apenas atisbamos lo que está a nuestro alrededor, como los indios ciegos que atraviesan la selva durante la noche guiándose por los sonidos y su intuición. Las dudas siempre son más grandes que las certezas. La película nos pone en su lugar y al mismo tiempo nos corre hacía el costado. La novela de Antonio Di Benedetto en la cual se basa esta narrada en primera persona y Martel respeta ese subjetivismo (como también respeta la decisión de su autor de nunca aclarar con precisión el lugar y el momento histórico donde transcurre la trama), pero evade por completo las trampas y las decisiones obvias a la hora de trasladarla al cine. El tono de Zama es el de la extrañeza del subjetivo distanciado, la perspectiva de la conciencia del personaje tratado en tercera persona. Mientras otro director no se habría resistido a utilizar la voz en off, Martel decide otorgársela únicamente a un rol más que secundario, y solo por una secuencia, y en cambio, para adentrarnos en la psiquis alterada y al mismo tiempo monotemática de su protagonista,  prefiere utilizar primeros planos cortos y voces fuera de cuadro, así como su ya conocida obsesión con la utilización del diseño sonoro (cuando a Zama le están comunicando algo que él no logra entender, o no quiere escuchar o que lo excede en algún sentido, el sonido de las voces y del ambiente se aplaca, para dar paso a un zumbido agobiante).

Parte de esta estrategia de distanciamiento se da también a través de cierto humor. En la banda sonora suenan temas instrumentales de Los Indios Tabajaras, un dúo brasileño de los 50s que puede colocarse (un poco con forceps) dentro del concepto de música Exótica, algo muy de moda en esa década, una especie de pintorequismo sonoro y exportable. Este genero musical reconvertía la música de las islas, o de América Latina, en música de ascensor, pronta para el consumo de extranjeros caucásicos en búsqueda de una aproximación (falsa) a otras culturas, y una sensación de elegancia y refinamiento que terminaba dando la vuelta y volviéndose kitsch (no en vano fue revalorizado de forma irónica y post moderna por varias bandas durante los 90s, en particular Stereolab y Combustible Edison). No se trata de una decisión caprichosa, un anacronismo que le guiña el ojo al espectador más informado, sino una referencia directa a esa especie de post-colonialismo comercial en boga durante la época en que Di Benedetto escribió la novela. También confluye con la misma atmósfera del film. Esos sonidos de música playera, de guitarras con slide presumen una falsa sensación de bienestar y alivio que jamás llega.

Quizá es en este punto, en el de su confianza ciega en la inteligencia del espectador, en su terquedad en recorrer los caminos menos obvios, es donde Martel se vuelve difícil de emparentar con sus contemporáneos. No tiene ningunas ganas de hacer algo que le guste a todo el mundo, y ni falta que le hace, pero tampoco trata de ser hermética o intrincada porque sí. Al mismo tiempo que confunde y desorienta mucho, deja en todo momento la sensación de que las respuestas en realidad están allí, a la vista, y que no se trata de un juego de ocultismo y magia intelectual, porque directamente no hay secretos, sólo una atmósfera difícil de atravesar que lo empaña todo, hasta la propia trama. En algún momento ella dijo que antes que Nuevo Cine Argentino, se sentía más cercana a un coletazo del viejo, del Leopoldo Torres Nilsson previo a sus adaptaciones históricas de espíritu Revista Charoná o del ya mencionado Favio. Pero ni eso se acerca realmente a su mundo autoral. Para confirmarlo, tomó una novela de los 50s, sin traicionar al texto, pero al mismo tiempo haciendo una película que tiene mucho que ver con su obra anterior, incluso con sus cortometrajes, y entroncándose con el proyecto fallido de llevar a la pantalla El Eternatua, de la cual, según ella misma dijo, lo que más le interesaba era ponerse en el punto de vista de los alienígenas, una mirada ajena, como la suya propia. Se trata de una directora que dice detestar las series porque reducen todas las posibilidades de la imagen cinematográfica a un sencillo esquema de giros de tuerca y obviedades que datan del año uno, y que defiende lo dicho filmando -por ejemplo- secuencias dramáticas y trascendentes fuera de foco y dejando cabos sueltos. En última instancia confiando en que la construcción cinematográfica no se reduce –y no debe reducirse- solo a un par de personajes chatos y a impresiones obvias sobre el mundo. Se trata de alguien que está lejos de las tendencias y los modismos del cine actual -no solo del argentino-  y que defiende su lugar colocándonos dentro de la rutina cansina de un mal tipo que, como dijo Martel en una de sus notas de dirección, en el fondo se parece mucho a «nosotros», por más que no nos guste.

 

Título: Zama. / Año: 2017. / Duración: 115 minutos. / País: Argentina, Brasil, España, República Dominicana, Francia, Holanda, México, Suiza, Líbano, Portugal, EE.UU. / Dirección: Lucrecia Martel/ Guión: Lucrecia Martel, basada en la novela de Antonio de Benedetto/ Producción: Vanía Catani, Matías Roveda, Santiago Gallelli, Benjamín Doménech / Fotografía: Ru Pocas. / Edición: Karen Harley, Miguel Schverdfinger. /Elenco: Daniel Giménez Cacho, Lola Dueñas, Matheus Nachtergaele, Juan Minujín, Nahuel Cano, Daniel Veronese, Rafael Spregelburd.

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