EL OTRO HERMANO (2017)

Un sol que quema y enloquece

A través del reflejo que ofrece el espejo retrovisor de un auto vemos el cadáver de un hombre, tirado en el piso sobre su espalda. Tiene los brazos abiertos y está ligeramente desenfocado; la atención se la lleva el hombre que camina, al fondo, alejándose de nosotros y metiéndose cada vez más dentro del espejo. El plano se cierra lentamente hasta que en nuestro campo visual casi no hay otra cosa que la imagen reflejada. Pasan los segundos. La escena se estira más de lo convencional hasta que, de pronto, el foco abandona al caminante y se queda con el cuerpo. Pero la escena vuelve a congelarse, como una fotografía, y entonces comenzamos a sospechar que, de un momento a otro -y si bien sabemos que no estamos ante una narración fantástica, surrealista o sobrenatural- ese cuerpo va levantarse y hacer algo.

La escena, que de por sí es bellísima y no precisa justificación alguna, cumple una función importante. El cambio de foco entre un personaje y otro sugiere -en relación con otros datos evidentes, que no voy a señalar para no irme de boca- qué es lo que está en juego en la ficción que estamos viendo, en dónde hay que fijar la atención, cuáles son los detalles aparentemente secundarios que explican ese mundo.

El otro hermano (2017) es la historia de Cetarti (Daniel Hendler), un muerto en vida que conserva una tímida esperanza de resurrección. Este hombre llega, desde Buenos Aires, a un pueblo perdido del norte argentino -caluroso, pobre, sucio y seco- para reconocer los cuerpos de su madre y de su hermano, recientemente asesinados por el esposo de ella, que a su vez se ha suicidado. Cetarti es la imagen de la depresión, se arrastra por la vida con desgano, no tiene voluntad alguna y todas las cosas que le pasan, justamente, le pasan, lo atraviesan mientras él se entrega pasivamente a su destino. Si algo resume ese carácter desganado es el hecho de ser un ex empleado público echado de su trabajo por ausentismo laboral, y si le dieron las bolas para manejar un auto hecho moco por casi mil kilómetros es solo porque Duarte (Leonardo Sbaraglia), un excéntrico oficial retirado de las Fuerza Área, lo llamó para advertirle que existía la posibilidad de que en ese pueblo perdido del norte cobrara el seguro de vida que había en favor de su madre. El dinero funciona como una leve inyección de vida en el cuerpo de Cetarti, que sueña con usarlo para empezar una nueva vida en Brasil. Duarte es todo con lo contario, es actividad febril, humor, viveza, chantaje, sexualidad descontrolada; inventa el mundo, propone las reglas y lo hace funcionar a su manera. Y propone un trato sencillo: Cetarti hará el reclamo formal correspondiente para cobrar el dinero del seguro y él moverá las palancas correspondiente dentro de la burocracia estatal para agilizar el trámite. La plata, mitad para cada uno.
Pero lo simple se complica. Puesto que el tramite demorará unos días, Duarte convence a Cetarti de quedarse en el pueblo hasta que salga la plata. Allí empieza una historia desoladora, sin héroes pero plagada de villanos, una sucesión de golpes a la fe en la humanidad de la que no se salvan ni nuestros vínculos más primarios.

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Los discursos nostálgicos del tipo «se han perdido los valores» o «antes estas cosas no pasaban», encuentran habitualmente una imaginaria reserva moral en los pueblos del interior del país: lugares aparentemente incontaminados del virus de la modernidad. Películas como El otro hermano -o, en una clave algo menos amarga, El ciudadano ilustre– funcionan como una contra-cara de ese idealización. Construyen pueblos perversos, opresivos, donde los vicios de la modernidad (como la cultura de la celebridad, para el caso de El ciudadano…, o las herencias del neoliberalismo salvaje y el Terrorismo de Estado para El otro hermano) lejos de estar ausentes, funcionan bajo encarnaciones mutantes, radioactivas, contaminantes, de las cuales la pequeñez del ambiente no permite huir ni esconderse. Es como si todo funcionara allí de una forma un poco más perversa y aguda que en la gran ciudad, ese lugar anónimo y gris donde uno puede nacer, vegetar y morirse sin que a nadie le afecte. En el pueblo, en cambio, la arbitrariedad del poder, su vínculo indisociable con la dominación sexual y la idea de la vida como un mero intercambio de cosas por dinero, pueden verse descarnadamente.

Si algo impide que el espectador vomite en varios pasajes de esta película y abandone la sala preguntándose qué sentido tiene presenciar un espectáculo de tamaña vileza, son las pinceladas de humor negro que aparecen en varios de los parlamentos de Duarte y en algunas intervenciones del chatarrero (Pablo Cedrón). Con todo, aquí vale recordar que el humor no es universal. Vi la película dos veces: la primera en una sala comercial, rodeado de un público variopinto y pochoclero. A juzgar por el silencio predominante en casi todo el metraje, pocos le encontraron la gracia. La segunda vez fue en la función gratuita que organizó la Facultad de Información y Comunicación el sábado 6 de mayo. Este público era invariablemente joven -promedio de veinticinco años- y en su mayoría estaba interesado en la obra del director, que dicho sea de paso dio una entrevista abierta en la misma sala al finalizar la proyección. Acá todo el mundo se rió con ganas. Confieso que disfruté del humor la primera vez; la segunda sentí el pinchazo del bicho de la moral en el hueco de la nuca, ese que te pregunta qué hay de gracioso en un tipo que hace cosas como las que hace Duarte. En esa ambigüedad, en ese ida y vuelta entre el asco y la risa, se forma un vacío de sentido que el espectador debe resolver por sí mismo. Ese vacío es una gran virtud en una película.

Para terminar, dos cosas. Es fácil percibir en El otro hermano una crítica a la lógica de funcionamiento de la institución familiar, pero es una crítica tan sutil y elusiva que impide al espectador ponerse en guardia; se le cuela por los poros y lo carcome por adentro. La escena de «la familia» reunida en la casa de Cetarti, previa al desenlace, es una muestra exquisita de este procedimiento: una tía, dos hermanos y una figura paterna pasan la noche bajo el mismo techo. Conversan de temas banales y tratan de disimular la incomodidad, todo bajo un clima tenso que sugiere que en cualquier momento puede pasar algo terrible. Ninguno de los integrantes de esa familia está unido entre sí por vínculos de sangre, ninguno quisiera estar ahí; lo único que los une es el destino.

Lo último: dije al principio que nada en esta película sugiere que estemos ante hechos fantásticos, surrealistas o sobrenaturales, pero mentí. Hay un escena, justo a la mitad del metraje, que advierte que estamos ante algo extraño. Pasa desapercibida, porque no tiene causa ni consecuencias. Un personaje está en casa, con sus cosas, tranquilo, pensando, planeado y de pronto su entorno se conmueve. Y se conmueve literalmente: tiembla el piso, los muebles, las paredes, con una violencia que ninguna fuerza humana podría estar provocando. Hay algo más allá, algo inexplicable, sacudiendo la película por dentro. El personaje se sobresalta pero, en vez de huir, decide ir a su encuentro; es que en ese pueblo hay un sol que estresa y enloquece.


Título original: El otro hermano / Año: 2017 / Duración: 112 min. / País: Argentina, Uruguay / Director: Adrián Caetano / Guión: Adrián Caetano, Nora Mazzitelli (Novela: Carlos Busqued) / Música: Iván Wyszogrod / Fotografía: Julián Apezteguia / Reparto: Daniel Hendler,  Leonardo Sbaraglia,  Alian Devetac,  Alejandra Fletchner, Max Berliner,  Pablo Cedrón,  Ángela Molina

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