En La fábula de la tortuga y la flor, Carolina Campo Lupo retrata los últimos meses de vida de su amiga Eliana con una cámara compartida, la mirada de los niños y la naturaleza como compañía. En esta conversación, la directora habla sobre cómo el cine puede ser un acto de amor, de compañía y de resistencia frente a lo inevitable. Una reflexión honesta sobre la muerte, la amistad y el derecho a filmar —y vivir— desde la incertidumbre.
Queríamos arrancar preguntándote por el título de la película “La fábula de la tortuga y la flor”: ¿Cómo surge considerar a la película una fábula?
Para mí, los títulos surgen al principio cuando estoy gestando los proyectos y traen una impronta que a mí me gustaría que se mantuviera en la película. Después no los cambio, porque no puedo cambiarlos.
Lo que ocurre con la fábula es que siempre hubo, y sigue habiendo, una intención de llevar el relato hacia algo más fantástico. Algo similar a lo que eran las fábulas que se leen en la niñez, que tienen que ver con un conflicto humano que hay que resolver. Alguna cuestión que es compleja y universal en la vida de los humanos, que en general la vivimos a través de seres de la naturaleza; sea animales o plantas.
Entonces, la idea era proponer la película de esa manera también, y vincularla al universo de la naturaleza, que es algo que es parte de la película. La película constantemente está yendo a ese lugar, al lugar de las plantas, al lugar de otros seres, de los animales. “El resto de los animales”.
Para mí es importante recordar que también somos parte de esa naturaleza. Que no es que está la naturaleza y los humanos como cosas separadas. Obvio, la tecnología y lo que hemos desarrollado nos diferencia, pero somos parte de la naturaleza, y la película da vueltas ahí. También el póster va en esa dirección. Somos parte del sistema; del sistema de la naturaleza –como también somos parte de otros sistemas, ¿no?-
También buscaba separar a la película de algo tan descarnado como es a veces el documental. Es una película dura. Si bien está llena de luz y propone otra mirada sobre lo que puede ser la enfermedad, sobre lo que puede ser la muerte, pero era también alejarla de este registro tan duro, tan documental, y llevarla a un mundo un poco más fantástico.
¿Y por qué una tortuga y una flor?
Por un lado fue re espontáneo. Gran parte de mi trabajo, y en esta película especialmente, es muy intuitivo. Surgió así, y la idea es que uno de ellos es un animal y otro es una planta, también con esta idea de seres que pueden venir de reinos distintos y a la vez cuidarse y a la vez vincularse y a la vez quererse. Entonces hay también como una idea, a mí me gusta porque la gente tiene sus interpretaciones: ¿”Quién es la tortuga y quién es la flor”? “Es la tortuga que cuida a la flor, pero la flor también cuida a la tortuga”. Ahí se da un juego que para mí es lindo, que se desprende de la película y la lleva a otro universo.
Y en parte es una película pensada para los hijos. Para los hijos de Eliana y para los míos. Para acercar a los niños al universo de sus madres que también son amigas, que también lloran, que también se quiebran, que también son personas. Entonces la película siempre estuvo vinculada a poder explicarle a los niños.
No es una película para niños, claramente, pero hay algo de eso, de acercar al universo. Mis hijos tienen nueve años y todos los días me piden para ver la película: quieren ir conmigo a todas las entrevistas, a todas las presentaciones y quieren ver la película; y yo creo que aún no es momento para ellos.
Ellos sufren mucho a través de lo que yo sufro. A ellos, si bien conocían a Eliana y la querían un montón, no es eso lo que les impacta; les impacta el dolor que yo atravieso en la historia.
¿Cuándo decidiste empezar a grabar el documental?
Como película, surgió bastante avanzado el proceso. Un día estábamos con Eliana en el Shopping, en la plaza de comidas —un lugar horrible— y se puso a llorar. Me dijo que sabía que se iba a morir, pero que no se lo podía decir a nadie. Ahí entré en crisis. No sabía cómo ayudarla.
Yo también tuve cáncer. Me curé, pero atravesé ese miedo profundo, esa soledad enorme que aparece cuando sentís que podés morir. Entonces entendí desde dónde me hablaba Eliana. Sentí que estaba muy sola frente a algo enorme.
Y se me ocurrió darle una cámara. No sabía qué más hacer. Era una forma de acompañarla desde lo que yo entiendo del mundo: el cine. Le dije que filmara, que hablara con la cámara si yo no estaba, que registrara su jardín, que era un lugar que ella amaba; ella siempre fue muy afín a la naturaleza. Filmó muy poquito, y eso está en la película. Después me dijo: “Yo esto no lo puedo hacer. Hacelo vos.”
Ahí empecé a grabar. Al principio solo nuestros encuentros, sin pensar si eso iba a ser una película. Era una forma de sobrevivir. Pero con el tiempo empecé a sentir que ese registro tenía valor más allá de nosotras, que tal vez valía la pena compartirlo con otros.
¿Cuándo se vuelve “una película”? ¿Cuándo cruza ese umbral?
No sabría decirlo. Hay cosas misteriosas que una intenta explicarlas y no sabe. Hay decisiones que una toma intuitivamente. Yo compartía el material con algunas personas cercanas —mi pareja, mi hermano, mi productora Vale— y todos me decían: “Carolina, esto es una película.” Y yo respondía: “No, esto es otra cosa.” Pero en algún momento empecé a ver que esos primeros espectadores estaban encontrando algo ahí. Y que eso que habíamos vivido y filmado podía tener sentido para más gente. Ahí empezó a transformarse.
¿Cómo elegiste ese plano inicial, que también es el final de la película?
Cuando filmé ese momento, sentí que estaba registrando el final de la película. Era, efectivamente, el final de la historia. Me pasó algo similar en El hombre congelado: cuando filmé el plano de la iglesia supe que era el cierre. A veces una lo siente, simplemente.
Lo que no sabía entonces era que también iba a ser el inicio. Esa decisión vino después, en el proceso de montaje, cuando empecé a pensar la película como un recorrido que debía volver sobre sí mismo. La idea de circularidad apareció como una guía: ese registro del tiempo como paréntesis, como espiral, como algo que no se mueve en línea recta.
También tenía muy presente que no quería hacer una película condescendiente, ni poner a nadie en un lugar de miseria, ni hacer un espectáculo del dolor. Entonces, el círculo era una forma de mirar que conectaba con lo que estábamos viviendo y también con los ciclos naturales. No creo que nacemos y morimos sin más. Somos parte de un ecosistema, de una red de vida.
La película intenta proponer esa visión: una continuidad, más que una ruptura.
¿Y el momento en que cortan el árbol frente a tu casa?
Mientras Eliana atravesaba su proceso, frente a mi casa decidieron talar un árbol enorme, precioso. Sentí que lo estaban asesinando. Era brutal. Lo estaban desmembrando.
El cuerpo es muy importante. A través del cuerpo ocurre todo. Es lo material que tenemos, más allá de nuestros pensamientos y emociones.
Fue un impacto muy fuerte. Lo filmé sin saber si iba a usarlo, pero algo me decía que tenía que estar. Después, en el montaje, apareció como una forma de hablar de lo que no se mostraba: del deterioro físico, de la violencia del final, sin entrar en lo escatológico.
También era una manera de volver a esa idea: somos parte de un mismo ciclo. El árbol, Eliana, todas. Seres vivos atravesando lo inevitable.
¿Cómo pensaste la construcción de esos momentos más poéticos, como el pez o el árbol?
El pez, por ejemplo, es un hallazgo casi mágico. Emilia intenta enterrarlo al mismo tiempo que lleva al mar a su madre. Esa simultaneidad es demoledora. No lo buscamos, pero sucedió, y el documental tiene eso: te regala cosas, si estás atenta. El árbol fue parecido. La vida te habla si sabés escucharla. Es fácil dejar pasar el pez o dejar pasar el árbol; hay que saber detectar las cosas que te da la vida. Claro que también es una decisión de dirección y de montaje: saber ver, y saber qué dejar entrar en la película.
¿Qué rol cumple la música en esos momentos?
Hernán (González Villamil) –el compositor- conocía a Eliana, fue parte del proceso de rodaje y conocía toda la historia. Cuando decidí dejar de filmar, y la película iba a entrar el montaje, él iba a componer. En un tiempo, él se sentó y compuso 36 piezas. Una cosa delirante. Sólo con lo que él sentía y sabía; con lo que él había hablado conmigo y lo que él entendía que quería hacer con la película. Agarró eso y se lo dio a Guillermo (Madeiro) –el montajista-. Ahí empezamos una simbiosis entre los tres.
La música en estos pasajes fue pensada como una forma de hablar de lo que no se dice ni se muestra. En ese momento en que me voy a la playa, por ejemplo, lo que busco es huir: no quiero ver, no quiero aceptar. Y esa sensación está acompañada por la música y por el paisaje.
Lo mismo en la escena de la tormenta: empieza con una conversación trivial, pero va entrando la noche, y con ella algo se empieza a quebrar. Es el inicio del final. La música ahí no es decorativa, es narrativa. Es una forma de tocar la emoción sin subrayarla. Con el tema de la muerte y la operación tratamos de hablar de una forma más plástica, más emotiva, en lugar de mostrarlo.
¿Cuánto tiempo llevó el montaje?
Más de un año. Fue un proceso largo y delicado. Las películas personales son muy difíciles de montar porque necesitás distancia, y acá era imposible tenerla. No estaba contando la historia de otra persona, estaba contando mi propia vida.
Trabajábamos, parábamos, volvíamos. En un momento fuimos a un laboratorio en España y trabajamos con un montajista que nos ayudó muchísimo. Aportó esa distancia que Guillermo y yo ya no teníamos.
Con el tiempo uno empieza a perder perspectiva, especialmente cuando conoce toda la historia, no solo la que está en pantalla. Ahí fue fundamental sumar una mirada fresca.
¿Sentiste en algún momento que el documental podía volverse frío, demasiado distanciado?
Sí, era uno de los grandes riesgos. No quería ser fría ni tampoco sentimentalista. Era una cuerda floja.
La búsqueda era esa: contar una historia que conmoviera a personas que no conocieron a Eliana, pero sin traicionar el vínculo ni convertirme en alguien ajeno. Mantener la emoción, pero sin perder claridad. Y me alegra que eso se perciba, porque fue difícil de lograr.
¿Y durante el rodaje? ¿Podías pensar como directora o eso era imposible?
Lo intenté, pero fue muy difícil. Estaba en el medio del huracán, perdiendo a mi amiga, y no tenía idea de qué estaba bien o mal. Por momentos trataba de ser directora, intentaba encuadrar mejor, hacía lo que podía. Estaba esa dualidad de querer ser directora y también ser amiga.
A veces intentaba planificar cosas, pero era imposible. No iba a ponerme a hacerle preguntas como si fuera una entrevistada. A veces iba pensando en que quería grabarme hablando con Eliana de alguna cosa específica, pero eso no se puede.
Pero también fue una forma de acercarnos. El hecho de estar haciendo algo juntas nos unió. En la adolescencia pintábamos, escribíamos, hacíamos cosas que después dejamos. Y esta película fue también una forma de volver a crear juntas, de generar un diálogo distinto, más profundo, artístico.
¿Te costaba asumir el rol de directora?
Muchísimo. Se me olvidaba prender los micrófonos, se me nublaba el lente y no me daba cuenta. Hay un plano donde Salva, mi hijo, corrige el encuadre. Y lo hace mejor que yo. Y está perfecto que así sea, porque esa también era la verdad del proceso.
La película incorpora esa torpeza. Y reivindica esa imperfección, ese no saber. Porque filmar mientras acompañás a alguien que amás en su muerte es una tarea imposible. Pero ahí también estaba la potencia de lo que hacíamos. La vida es imperfecta.
Es muy interesante cómo los niños participan del relato. ¿Cómo pensaste ese lugar?
Hay algo muy especial en su forma de mirar. Salva corrige el encuadre en un momento: no mueve la cámara, sino que la acerca. Él se anima a hacer algo que yo no podía hacer, por pudor, por miedo, por el rol que estaba ocupando. Él simplemente se acerca. Y tiene razón.
¿Qué pasa con esas imágenes sobreexpuestas que filma Eliana?
Son muy poderosas. Están mal expuestas, están blancas, pero transmiten algo que va más allá de lo técnico. Ese blanco, ese error, tiene una fuerza simbólica enorme. Hay una cercanía y una distancia al mismo tiempo.
Una periodista me dijo que le recordaba a alguien que se va, que se está desvaneciendo. Y lo entendí. Hay algo ahí que no fue pensado, pero que dice mucho. Es parte del aprendizaje, de estar filmando y viviendo al mismo tiempo.
Y esa aparición final de Eliana como una gaviota blanca. Es otra forma de presencia. No es literal, claro. Es una imagen, una sensación. Una forma de dejar que Eliana siga en la película más allá de su cuerpo. Que esté, pero transformada. Como todo lo que muere y se convierte en otra cosa.
¿En el momento en que la salud de Eliana empeora, dejaste de grabar?
Tomé la decisión de no filmar en el hospital. Hay un solo plano, y ahora explico por qué. Sentí que no era justo registrar a alguien en un estado tan vulnerable, tan expuesto. No me parecía necesario, ni para la película ni para el espectador. Ese fuera de campo ya está muy retratado en el cine y en la vida; todos lo conocemos.
El único plano que quedó fue filmado el día antes de que Eliana muriera. Yo iba a quedarme con ella esa noche, y sentí que tenía que hacerlo, que era la última oportunidad de registrar su presencia. No se la ve, pero están sus piernas. Sentí que tenía que hacer ese último plano porque no la iba a tener más. Esa noche Eliana murió.
No fue algo místico. Fue una conexión muy fuerte con lo que estaba ocurriendo. En el documental una tiene que estar abierta, atenta, sensible. Es parte del trabajo: registrar no solo lo visible, sino también lo invisible, lo que se percibe con el cuerpo.
¿Entonces muchas decisiones de la película fueron más emocionales que racionales?
Fueron emocionales, pero no arbitrarias. La emoción pasa por el cuerpo, pero también por la cabeza. Hay muchas decisiones pensadas: qué mostrar, qué dejar afuera, cómo construir el lugar de los niños, cómo trabajar el fuera de campo. Todo eso tiene una intención.
Lo que pasa es que mi forma de dirigir es muy intuitiva. No soy alguien que parte desde lo teórico o desde una estructura cerrada. Trabajo mucho con lo que el entorno me devuelve, con lo que pasa en el rodaje. Y esta película pedía eso. Ser permeable, estar disponible.
¿Cómo convivís con esa mezcla entre lo intuitivo y lo racional en el proceso creativo?
Son formas distintas de trabajar. Por ejemplo, con Juan Ignacio (Fernández Hoppe, director de El retrato de mi padre y Las flores de mi familia) tenemos maneras muy diferentes. Él es mucho más racional, viene desde el psicoanálisis, desde el análisis previo. Yo soy más visceral. Me gusta dejarme llevar, escuchar lo que sucede, construir a partir de lo que aparece.
Pero eso no significa que no haya pensamiento. Hay una búsqueda muy clara en cómo está construida la película: cómo se muestra la imperfección, cómo se organiza la presencia de los niños, cómo se evita el golpe bajo. Todo eso es pensado. Solo que convive con lo emocional, con lo imprevisible.
¿Lograste que esa combinación llegue al espectador?
Espero que sí. La intención era esa: permitir que lo emocional tocara, sin manipular. Dejar que algo del proceso íntimo que viví pudiera convertirse en experiencia para otros. Que no fuera solo una película para mis amigos o para la familia de Eliana. Que tuviera sentido también para quien no conoce esta historia.
Volviendo al concepto de fábula ¿Sentís que hay una enseñanza o “moraleja” en la película?
No me gusta la palabra “moraleja”. Pero entiendo que las fábulas suelen tener una, y esta película se construyó como una fábula. Más que una lección, hay un aprendizaje. Algo que mi personaje —y yo— comprendimos a lo largo del proceso: que hay que aceptar lo inevitable y encontrar nuevas formas de acercarnos a lo que perdimos.
El off final, por ejemplo, nació mucho después, cuando ya estábamos en postproducción. Emilia me dijo algo que me hizo entender qué era lo que había aprendido en todo este proceso. Y fue tan lúcido, tan claro, que decidí que tenía que ser parte de la película. Y eso es lo que la película propone: no una moraleja, pero sí un camino. Un aprendizaje.
Ese texto final es mi voz, pero nace de ella. De una niña que, con su sensibilidad, pudo poner en palabras lo que yo todavía no lograba decir. Y me pareció que ese era el cierre: no un punto final, sino una forma de proponer algo. De decir que es posible seguir, acercarse de otra manera a lo que ya no está.