WILSON (2017)

La misa blanca

Faltan cinco minutos para que empiece la película, pero en la entrada del Movie todavía no han puesto el cartel que indica que la sala está habilitada. Aprovecho entonces para ir al baño. Mientras me abro paso entre la gente, miro a mi alrededor y noto que los chalecos de hilo, las camisas celestes, los cinturones de cuero y los mocasines marrones (o sea, cierto look prototipo del militante blanco) están mucho más presentes de lo habitual en la vestimenta de los concurrentes a la sala. Juega Wilson y ha venido la hinchada.

Entonces comprendo que no solo voy ver una película; voy a participar de otro tipo de instancia, de una misa, de un ritual, de algo parecido a lo que me pasó algunos años atrás cuando en ese mismo sitio ví Manyas (2011). Ese día, recuerdo, la sala parecía la tribuna Amsterdam: la gente cantaba, puteaba y se emocionaba. Y cuando entiendo esto empiezo a caminar más despacio (el baño puede esperar, quiero escuchar las conversaciones) y rápidamente una frase me atrapa: «vas a presenciar al político más grande que tuvo el Uruguay». Lo dice alguien a mi espalda y por eso tengo que voltearme para terminar de componer la escena: el que habla es un hombre grande, más o menos cincuenta años; el que escucha es joven, casi adolescente. Y el verbo que usa para significar la experiencia («presenciar», en lugar del más frío y apático «ver») confirma mis previsiones: la sala de cine funcionará como una iglesia pagana.

En Uruguay, hablar sobre la historia posterior a 1960 es garantía de discusiones. No hay líder, partido o movimiento político que no concentre una buena cantidad de detractores, salvo Wilson Ferreira Aldunate. El último caudillo del Partido Nacional es reinvindicado no solo por los blancos sino también por la memoria frenteamplista, que ha preferido recordar su faceta de acérrimo defensor de los derechos humanos durante la dictadura y olvidar (o por lo menos perdonarle) su rol fundamental en la construcción del aparato legal que posteriormente a 1985 garantizó la impunidad de los militares y policías que habían violado esos mismos derechos humanos. O sea, si la historia, esquemáticamente, se puede dividir en «buenos» y «malos», casi nadie duda en poner a Ferreira Aldunate entre los buenos, entre esas figuras cuyos méritos trascienden a los partidos y los transforman en símbolos nacionales.

La película de Mateo Gutiérrez busca homenajear esa memoria y lo logra con creces. Esto no quiere decir que la imagen que construye de Ferreira sea impoluta, pero sí que predomina una mirada amable, comprensiva, cariñosa, entrañable y lo logra a través de dos recursos sencillos. El primero es una edición de archivos audiovisuales que, salvo mínimas excepciones, muestran al Wilson más audaz, enérgico y carismático. Esto nos hace empatizar de inmediato y provoca que, por oposición, nos duela horriblemente el final, cuando vemos a Wilson enfermo, disminuido, apagado. El otro recurso es una selección de entrevistados que prioriza aquellos que le fueron cercanos afectiva y políticamente. Aquí se destacan sus hijos (especialmente los dos varones), que llevan la voz cantante del relato, acompañados de otros familiares y de varios correligionarios; entre ellos los hay de primera línea, como Carlos Julio Pereyra, y otros de menor entidad pero que también acompañaron a Ferreira en momentos importantes. El vínculo del líder con el «pueblo llano» es representado especialmente por un militante del interior sin cargos ni trayectoria política relevante, un militante de base que encarna como ningún otro esa imagen de «amor incondicional por la divisa» que tanto le gusta exhibir a los blancos. También hablan los adversarios, aunque los dos que tienen mayor protagonismo (José Mujica y Jorge Batlle) colaboran activamente en la construcción de la imagen idílica del líder nacionalista.

Esto no quiere decir, sin embargo, que no haya voces disidentes, pero ese rol está concentrado en dos personajes tan encantadores que las cosas «malas» que dicen quedan opacadas por la forma (irónica, graciosa, despreocupada) que usan para decirlas. (Si esto fuera ficción, Luís Alberto Lacalle e Ignacio de Posadas, serían ese personaje personaje ambiguo o ese villano al que no podemos dejar de querer aunque sea moralmente cuestionable). Una muestra es cuando De Posadas (como corresponde a buen neoliberal) comenta irónicamente los contenidos de Nuestro compromiso con usted, el programa de gobierno de Ferreira Aldunate para las elecciones de 1971. Ese programa incluía, entre otras ideas poco atractivas a la derecha uruguaya, un plan de reforma agraria y la estatización de toda la banca privada. De Posadas recuerda que en ese momento le habló a Ferreira sobre lo equivocadas que eran esas ideas, pero la respuesta lo tranquilizó: «no se preocupe m´hijo, esas cosas no las lee nadie». La sala estalla en una carcajada. Pero lo que en cualquier político serían un signo de embuste y demagogia (prometer cosas que no tenía la menor intención de cumplir) en Ferreira Aldunate, mediado por el histriónico personaje de De Posadas y su disposición dentro de este pasaje, se entiende como la picardía de un político canchero.

En la película se extraña, por otra parte, la ausencia del testimonio de Julio María Sanguinetti, que no debe haber aceptado la entrevista (supongo, no lo sé). La salida de la dictadura es relatada en gran medida por militantes blancos que le pegan una y otra vez y lo acusan con algo de razón  de ser el principal responsable de que Ferreira Aldunate nunca haya sido presidente, por el hecho de haber negociado con los militares la celebración de elecciones en 1984, provocando la prohibición de su candidatura. Si bien la visión de Sanguinetti sobre estos hechos es harto conocida, su contrapunto en éste y otros temas hubiera sumado.

Otro elemento a destacar es la ausencia de una mirada «distanciada» sobre Ferreira Aldunate. Si uno mira este aspecto teniendo en cuenta solo las intenciones del director (o sea, la película que quiso hacer) se trata de un mérito indiscutible, puesto que Gutiérrez quiso hacer un homenaje y lo consiguió; pero si uno analiza ese elemento a la luz del rol performativo del cine (o sea, de las cosas que hacen las películas, que en este caso es ni más ni menos que moldear la imagen que los uruguayos tenemos sobre nuestro pasado) es un defecto. Todos los entrevistados conocieron a Ferreira y tuvieron con él, malo o bueno, un vínculo cercano; registrar la memoria de estas personas es importante, pero en varios pasajes hacen faltan visiones más distanciadas, que permitan problematizar esas memorias. El único historiador entrevistado es Gerardo Caetano y el potencial de sus aportes no está bien aprovechado; sus apariciones son tan fugaces que su rol en el metraje parece ser más el de otorgarle un baño de rigor académico a la película que el construir sentido en torno a las memorias circulantes sobre el wilsonismo o sobre los eventos narrados.

Luis Alberto Lacalle

Esto no quiere decir que Wilson sea una mala película, ni mucho menos. La estructura es sencilla y eficaz. Comienza y termina con aspectos de la vida personal de Ferreira Aldunate, pero el núcleo duro es su carrera política y aquí no falta ninguno de sus «hits»: su nombramiento como Ministro de Ganadería en 1963, durante el segundo gobierno colegiado de los blancos; sus famosas interpelaciones a los ministros colorados luego de 1968; su candidatura presidencial de 1971 y el fraude electoral que le quitó la presidencia; su emotivo discurso en la cámara de senadores en rechazo al golpe de Estado (de más está decir que, en el momento indicado, la sala acompañó con el grito de «¡Viva el Partido Nacional!»); su exilio inmediato y su intenso lobby, años después, ante la cámara de representantes de los Estados Unidos para que el gobierno de ese país dejara de apoyar económicamente a la dictadura uruguaya; su retorno desde Buenos Aires en 1984 y su inmediato encarcelamiento; su compromiso, luego de las elecciones, en dar gobernabilidad al país y, finalmente, su apoyo a la ley de caducidad. En medio de eso, las anécdotas sobre su vida cotidiana en cada uno de esos períodos no solo sirven para aliviar el denso relato político sino también para construir un ser humano y no un héroe de cartón.

La recopilación de material de archivo es impresionante. Hay imágenes valiosas sobre toda la trayectoria política de Wilson. Esto permite, entre otras cosas, acceder a una dimensión clave de su trayectoria: su presencia. En pocos casos es tan patente como en Ferreria Aldunate (José Mujica es otro caso) la dimensión actoral del dirigente político en una sociedad de masas, la importancia de saber y poder sentirse, ante la cámara o el micrófono, como pez en el agua. De todas formas, el trabajo del material de archivo adolece de una falta: casi nunca se nos informa qué estamos viendo, quién grabó esa entrevista, en dónde se emitió, en qué contexto sucedió. En varios pasajes, el uso narrativo del archivo va en detrimento de la fidelidad a los hechos: por ejemplo, un entrevistado nos habla de la muerte de Luís Alberto de Herrera; la cámara, al mismo tiempo, nos muestra un entierro masivo en 18 de Julio; un jóven Juan María Bordaberry camina cerca del féretro. Cualquiera pensaría que estamos viendo el entierro de Herrera y que Bordaberry le era alguien muy cercano, pero en realidad el entierro que estamos viendo (aunque el director no lo aclara) es el de Benito Nardone, padrino político de Bordaberry. En otro pasaje, sobre el final, Ferreira habla desde un estrado. Un mes antes, argumentando que si la Justicia cita a los militares a declarar por los crímenes cometidos en dictadura existe el riesgo de nuevo golpe de Estado, presentó y consiguió los votos para aprobar la ley de caducidad; sin embargo ahora, en ese estrado, dice que si el presidente Sanguinetti insiste en declarar que no existía ningún peligro de sublevación militar (lo cual echaría por tierra el principal argumento de Ferreira para apoyar la ley), él podría a cambiar de postura. En la película, el pasaje está utilizado para ilustrar la dimensión de «estadista» de Ferreira: en un contexto de crisis institucional, Ferreira apoya una ley con la que no está éticamente de acuerdo; lo hace por la paz de la patria y si la paz de la patria no depende de esa ley (como sugiere Sanguinetti) no la va a apoyar más. Sin embargo, una contextualización de ese discurso nos habría dado una visión más compleja del suceso. Volvamos sobre nuestros pasos: la película no lo aclara, pero ese video muestra a Ferreira hablando en el balneario de Kiyú, en enero de 1987, ante un campamento de jóvenes del Partido Nacional. Su presencia allí se explica por una razón bien pragmática: un sector del Partido Nacional (el Movimiento Nacional de Rocha) se ha pronunciado a favor de convocar un referendum para derogar la ley de caducidad y eso ha debilitado al wilsonismo. Ferreira está en Kiyú como el general nervioso que ve cómo se le desbandan las tropas: tiene que convencer, especialmente a los jóvenes blancos que no entienden cómo Wilson, el gran enemigo de la dictadura, ha votado una ley a favor de los militares que está bien haberlo hecho (porque, supuestamente, la democracia corría riesgo) pero al mismo tiempo debe presentarse ante ellos como el líder de un partido que, en caso de que los militares volvieran a desconocer las instituciones, se plantaría ante ellos en la primera línea de batalla (lo cual, por su puesto, no es coherente con votar una ley por miedo a que los militares desconozcan las instituciones…); por eso, ante ese estrado, se ve obligado a ensayar una serie de piruetas retóricas de las que no sale bien parado.

El contexto del que la película no da cuenta es que Sanguinetti —el Frank Underwood [House of cards] del momento— ha manipulado a Ferreira para que vote y defienda la ley, jugando con el miedo de que los militares volvieran a dar un golpe de Estado; Ferreira la ha votado y, una vez hecho esto, con la ley en el bolsillo, Sanguinetti ha desmentido cualquier posible insurrección militar y ha dejado a Ferreira fuera de juego con gran parte de su partido. Es verdad que todo esto es bastante complejo para ser tratado en el breve espacio que la película puede dedicarle al asunto, pero al no explicar ese fragmento de archivo (por qué Ferreira está diciendo lo que está diciendo) el espectador puede fácilmente concluir que está ante un dirigente superior a la media, que está poniendo el destino del país por encima del suyo propio. Lo que se omite la contra-cara: lo que Wilson está haciendo es tratando de salir lo menos golpeado posible de una jugada que le salió mal.

José Mujica

El pasaje más provocador, quizá, es el dedicado al pacto del Club Naval. Mediante este pacto, los militares por un lado y el Partido Colorado y el Frente Amplio por otro, acordaron la salida de la dictadura. El Partido Nacional no participó de esas conversaciones porque los militares no habían accedido a permitir que Ferreira fuera candidato a la presidencia; los blancos pensaban que, si los partidos políticos esperaban un poco más (en lugar de apresurarse a negociar), los militares, que ya estaban muy agotados por el fracaso de su «proyecto» político, iban a terminar entregando el gobierno de todas formas y, además, en condiciones más ventajosas para los partidos (léase, iban a dejar a Ferreira ser candidato). Sin embargo, Sanguinetti prefería una salida más rápida, entre otras cosas porque eso le evitaba tener que competir con Ferreira en las elecciones. El fiel de la balanza era el Frente Amplio: si la izquierda no iba al Club Naval, la postura de los blancos se fortalecía. Por el contrario, la izquierda fue al Club Naval de la mano de Sanguinetti y aceptó la «salida tutelada». Desde entonces, la memoria blanca sobre el pacto del Club Naval se podría resumir, hablando mal y pronto, en la siguiente idea: el Frente Amplio se bajó los pantalones.

Wilson comienza reproduciendo esa memoria: son varios los entrevistados que, de forma más velada o más directa, sugieren que la culpa de que los militares hayan conservado tanto poder en la democracia recuperada fue del Frente Amplio, que habría traicionado su postura opositora para volverse un peón del juego de Sanguinetti. Este in crescendo de testimonios culmina en una frase contundente de Jorge Batlle: «si el Frente Amplio no iba al Club Naval, no hubiera habido elecciones en 1984». Y aquí vuelvo a mi experiencia como espectador: en ese momento, la sala estalla en gritos de «¡eso!» o «¡Vivan los blancos!». El público ha oído lo que quería oír: la confirmación, por parte de un protagonista de los hechos (que además no es blanco) de que el Frente Amplio se había prostituido; en cambio, los blancos, habían seguido dignamente afirmados en su postura de que «con candidatos prohibidos (y por lo tanto, con democracia a medias) no negociamos». Y acá la provocación: el espectador, debido a la sucesión de testimonios en la misma línea, está plenamente identificado con ese relato, pero de golpe cambia el cuadro y en pantalla aparece un militante del Partido Comunista que, palabras más o menos, dice: «¿Club Naval? ¿Pero cómo no íbamos ir al Club Naval? Nosotros [la izquierda] teníamos cuatro mil tipos presos; los estaban matando, los seguían matando. ¿Cómo no íbamos a negociar?». Silencio absoluto en la sala. El espectador acaba de presenciar como se desarman sus convicciones: es sencillo ser un principista de la democracia sentado en una butaca, pero no es lo mismo si te están matando.


 

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